50 AÑOS DE “LA HORA DE LOS HORNOS”

UN CINE DIFERENTE Y POLÉMICO

Estrenado el 2 de junio de 1968 en la Mostra Internazionale del Cinema Nuovo en Pesaro, Italia, el monumental film político de Fernando Solanas ‒rodado en forma clandestina y prohibido por todas las dictaduras‒ es uno de los más premiados del cine argentino; una obra modélica para el documental político que, al decir de la crítica internacional, “obliga a redefinir nuestra relación con el cine”. A propósito de la exhibición completa del film que ofrece la Lugones, reproducimos el capítulo dedicado a La hora de los hornos del libro Fernando Solanas, de Luciano Montegudo, para la colección “Los directores del cine argentino”.

Estrenado el 2 de junio de 1968 en la Mostra Internazionale del Cinema Nuovo en Pesaro, Italia, el monumental film político de Fernando Solanas ‒rodado en forma clandestina y prohibido por todas las dictaduras‒ es uno de los más premiados del cine argentino; una obra modélica para el documental político que, al decir de la crítica internacional, “obliga a redefinir nuestra relación con el cine”. A propósito de la exhibición completa del film que ofrece la Lugones, reproducimos el capítulo dedicado a La hora de los hornos del libro Fernando Solanas, de Luciano Montegudo, para la colección “Los directores del cine argentino”. 

 

Por Luciano Monteagudo

 

El cine de Fernando Solanas ha sido siempre ‒y lo sigue siendo‒ una experiencia nueva, distinta, movilizadora. Pocas películas argentinas, si no ninguna, han provocado la feroz controversia, en el orden nacional e internacional, que causó su primer film, La hora de los hornos. Una controversia política y también estética, que no se apagó con el tiempo sino que, por el contrario, fue creciendo en intensidad y notoriedad pública a medida que la película fue atravesando ‒como un cuchillo‒ distintas circunstancias históricas del país, desde la dictadura militar de Juan Carlos Onganía hasta el regreso de Juan Domingo Perón al poder democrático.

Esa capacidad de generar un cine diferente y polémico, alejado de las convenciones establecidas por las grandes cinematografías occidentales (Hollywood, Europa), tuvo su continuidad inclaudicable en el puñado de films que Solanas pudo realizar en poco más de veinticinco años de trabajo: Los hijos de Fierro, El exilio de Gardel, Sur y El viaje, cada uno, a su manera, aportaron una mirada original sobre la Argentina y su gente, una visión no condicionada por ningún modelo que no fuera el propio. 

En este sentido, puede decirse que Solanas es uno de los pocos autores del cine nacional, en la medida en que su cine (aún el que realizó por encargo, como el documental francés La mirada de los otros) siempre responde a sus necesidades expresivas, a su ideología y a su concepción personal del hecho creador. Porque Solanas es mucho más que el director de sus películas: él es también el autor del guión, el productor, el escenógrafo, el compositor de la música y, en algunos casos, el operador de cámara incluso. Nada del cine le es ajeno.

Es imposible referirse a La hora de los hornos fuera del contexto político y social de la época en que fue creada, porque la película nació, precisamente, como un instrumento de acción revolucionaria en un momento en que en el mundo en general, y en América latina en particular, fermentaba de manera creciente la noción de liberación, en el sentido más amplio y polivalente de la palabra. Mientras en Indochina la escalada militar de los Estados Unidos no lograba doblegar la resistencia vietnamita, el triunfo de la revolución cubana y el crecimiento de la figura del Che Guevara habían consolidado en ciertos sectores de América latina la idea de una emancipación de las fuerzas hegemónicas que ejercían su dominio sobre la región.

Desde 1963, cuando conoció a Octavio Getino (“Uno de esos encuentros que dejan huella en la vida de un hombre y lo estimulan a crear y experimentar”), Solanas venía recolectando noticieros y documentales sobre la Argentina, con la idea embrionaria de realizar un film que abordara el problema de la identidad del país, de su pasado histórico y de su futuro político. Hacia 1966, en el momento en que Solanas y Getino iniciaban la realización de la película que sería La hora de los hornos, el golpe militar de Juan Carlos Onganía derroca al gobierno civil de Arturo Illia y se anticipa así a las elecciones de 1967, en las que se presumía que el peronismo, largamente proscripto, saldría ganador. El film pasa, entonces, a rodarse en condiciones de clandestinidad (con la productora publicitaria de Solanas como cobertura), situación que determinó la radicalización definitiva y extrema de su discurso, en la medida en que la película ahora se debía hacer no sólo al margen de las estructuras de producción convencionales sino también de los controles policiales de la dictadura. 

Durante dos años, Solanas y Getino recorrieron el país, grabando entrevistas y filmando con una cámara de 16mm sin sonido sincrónico, con el propio Solanas la mayoría de las veces como operador, lo que le permitió, en sus propias palabras, “incorporar la cámara a mis ojos”. A través del visor de la cámara, el realizador parecía ver, finalmente, un país que todavía no tenía imágenes, salvo quizás las del cortometraje Tire dié (1956), de Fernando Birri, una experiencia pionera en el campo del cine documental latinoamericano, que era uno de los pocos films que Solanas admitía como modelo para su propio film. Los otros eran algunos documentales del cubano Santiago Alvarez y particularmente Maioria absoluta (1964), un mediometraje brasileño dirigido por León Hirszman sobre el problema del analfabetismo en su país, que compartía con el Tire dié de Birri la concepción del documental como film de encuesta social. (Ambos films son citados en La hora de los hornos, donde se utilizan algunas de sus imágenes.)

La intención de Solanas era, sin embargo, la de encontrar una forma nueva para un viejo problema: cómo realizar un film de crónica histórica sin caer en las fatigadas estructuras del documental tradicional. A medida que iba rodando material, Solanas buscaba una y otra vez diversas posibilidades de montaje, ayudado por una maviola manual y un viejo proyector de 16mm. La dificultad esencial era la tremenda heterogeneidad de lo filmado, ya que La hora de los hornos se inició sin una noción definitiva de su forma: el film en todo caso era un instrumento a través del cual Solanas y Getino iban clarificando sus ideas a partir de la praxis. “Salimos a filmar como si la película fuera un cuaderno y la cámara una lapicera.”

En la génesis de La hora de los hornos había, en todo caso, un presupuesto inalienable, que respondía a motivaciones menos estéticas que ideológicas, pero que inevitablemente iba a manifestarse de manera decisiva en la forma del film. Si La hora de los hornos pretendía ser una obra que planteara la tesis de la liberación como única alternativa ante la dependencia (política, cultural, económica), el film entonces debía abjurar de los modelos cinematográficos establecidos por el sistema dominante. Sin haber desarrollado aún la teoría del “Tercer Cine”, que sería posterior a la realización de La hora de los hornos, Solanas y Getino ya tenían claro que aspiraban a hacer un cine que tendiera a la liberación total del espectador, entendida esta liberación como su primer y más grande acto de cultura: la revolución, la toma del poder. Para ello, el film debía romper con la dependencia estructural y lingüística que el cine argentino tenía con el cine norteamericano y europeo; el film debía surgir de una necesidad propia, latinoamericana.

La tarea no parecía fácil, pero en el intento Solanas y Getino siempre tuvieron presente una consigna de Franz Fanón, el ideólogo de la liberación que fue uno de los pilares teóricos sobre los que se gestó La hora de los hornos: “Hay que descubrir, hay que inventar...” En esta férrea voluntad de encontrar otros caminos, de imaginar formas nuevas para nuevos contenidos está todavía hoy el mayor mérito del film, que en su momento marcó de un modo crucial la manera de practicar un cine de militancia política.

Así lo entendió la crítica europea que presenció el estreno de La hora de los hornos en el Festival de Pesaro, en junio de 1968. Solanas había podido finalizar el montaje y la sonorización del film en Italia gracias a la ayuda de Valentino Orsini y el productor Giuliani G. de Negri (colaboradores habituales de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani) e inmediatamente la película fue seleccionada por el crítico Lino Micchiché para la Mostra del Nuovo Cinema di Pesaro, donde La hora de los hornos no sólo se llevó el premio principal sino que se convirtió en un auténtico acontecimiento político-cultural. “Con sorpresa, con entusiasmo ‒registraba la prensa italiana‒ los miembros del movimiento estudiantil presentes en Pesaro reconocieron en el film argentino de Fernando Solanas y Octavio Getino un ejemplo en acción de sus propuestas y exigencias”.

Todavía no había pasado ni siquiera un mes de las célebres revueltas del “mayo francés” y la llama de París recién comenzaba a esparcirse por toda Europa. En ese contexto de efervescencia política, la aparición de un film latinoamericano como La hora de los hornos, que era un declarado llamamiento a la revolución y concluía su primera parte con un plano fijo y sostenido del rostro del Che Guevara (de cuya muerte no se había cumplido un año), causó una verdadera conmoción en el campo del cine, que por esos días se cuestionaba no sólo su lenguaje sino también su función social.

La versión original de La hora de los hornos que recorrió Europa consistía de tres partes que sumaban cuatro horas veinte minutos de película. El título del film estaba inspirado en una cita del escritor y revolucionario cubano José Martí (“Es la hora de los hornos y no se ha de ver más que la luz”), que a su vez había recogido antes el Che Guevara en su famoso manifiesto sobre “dos, tres, muchos Vietnam”. El subtítulo general de la película venía a su vez a resumir la idea de “film-ensayo” bajo la cual había sido concebida La hora de los hornos: Notas y testimonios sobre el neocolonialismo, la violencia y la liberación.

 

La primera parte, titulada “Neocolonialismo y violencia”, es la que tuvo siempre mayor difusión pública y donde se encuentran quizás los momentos más impactantes desde el punto de vista formal. Dedicado “al Che Guevara y a todos los patriotas que cayeron en la lucha por la liberación iberoamericana”, este capítulo de 90 minutos de duración se subdivide a su vez en un prólogo y trece notas: La historia; El país; La violencia cotidiana; La ciudad puerto; La oligarquía; El sistema; La violencia política; El neorracismo; La dependencia; La violencia cultural; Los modelos; La guerra ideológica; La opción. 

En más de una oportunidad, Solanas se ha referido esta primera parte definiéndola como un examen de la situación argentina, un análisis de la realidad política, económica y social que  para los autores tenía un objetivo prioritario: transmitir una información que los medios de comunicación y los aparatos de la cultura dominante (controlados por el sistema) ignoraban o directamente censuraban. Es a partir de esta contrainformación que La hora de los hornos se plantea luego ‒en su segunda y tercera parte, de carácter más reflexivo‒ el camino de la concientización, que deviene en acción.

La segunda parte de La hora de los hornos, titulada “Acto para la liberación”, está dedicada “al proletariado peronista, forjador de la conciencia nacional de los argentinos”. De una duración total de 120 minutos, está dividida en dos grandes momentos. En el primero, “Crónica del peronismo (1945-1955)”, se analizan los diez años del poder popular peronista, se ubica al movimiento justicialista como el gran preámbulo de lo que luego sería llamado el Tercer Mundo y se cierra con un reportaje realizado a Perón en 1968, especialmente para el film. El segundo momento, “Crónica de la resistencia (1955-1966)”, está planteado a la manera de un recuerdo crítico de las luchas sostenidas por la clase trabajadora argentina, documentado por datos, informes y reportajes que repasan las acciones más significativas de la resistencia peronista.

La tercera parte de La hora de los hornos se titula “Violencia y liberación”, figura “dedicada al hombre nuevo que nace de esta guerra de liberación” y en 45 minutos desarrolla una suerte de estudio (apoyado en testimonios, cartas, reportajes e informes diversos) sobre el significado de la violencia en el proceso de liberación nacional, que concluye con la misma antorcha con que se enciende la primera parte del film, multiplicada ahora en una constelación de fuegos, de hornos.

El efecto de choque que producía ‒y aún produce‒ La hora de los hornos, particularmente su primera parte, tiene que ver con la forma en que el film está estructurado y, sobre todo, montado. Como reconocería el propio Solanas en el exhaustivo reportaje que publicó el crítico francés Louis Marcorelles en la revista Cahiers du Cinéma, “el film se compuso fundamentalmente en la fase de su montaje. Para mí el montaje es el punto creador más alto del trabajo técnico, artístico e ideológico”. La importancia del montaje en la obra posterior de Solanas perdería paulatinamente ese valor absoluto, en detrimento de una mayor estilización de la puesta en escena y de la preponderancia del plano-secuencia, que aparecieron a partir del momento en que el realizador pasó a trabajar en el campo del cine narrativo. Es lógico, sin embargo, que La hora de los hornos construyera todo el enorme edificio de su discurso desde los cimientos del montaje, no necesariamente porque el film fuera un documental (o no sólo por ello) sino más bien por la naturaleza del material a tratar, que exigía una relectura de la realidad, una realidad que los autores primero debían aprehender (a través de la pupila virgen de la cámara y también de imágenes de archivo) para recién después ofrecer su interpretación, un proceso inspirado en la dialéctica marxista, en la medida en que el film aparece como el resultado de una descripción “empírica” de lo real.

La construcción de tipo celular de la primera parte de La hora de los hornos, donde cada una de las trece notas o células debía transmitir una idea, exigía a su vez de un riguroso trabajo de montaje para alcanzar el momento de la síntesis. En este sentido, es notable la forma en que Solanas aprovechó para su film la experiencia adquirida en el campo del cine publicitario, del que supo tomar algunos modos de uso del montaje y los instrumentó con fines ideológicos absolutamente contrarios a los que proponen los cortos comerciales. Esta utilización del lenguaje del enemigo para combatirlo en su propio terreno se hace particularmente evidente en las notas tituladas “Los modelos” y “La guerra ideológica”, donde se sostiene (sobre imágenes registradas en los happenings organizados por el Instituto Di Tella) que “los artistas e intelectuales son integrados al sistema”, algo que Solanas quería evitar cuando abandonó la práctica del cine publicitario.

La libertad con que Solanas encaró la realización de La hora de los hornos le permitió apropiarse de todos los elementos que pudieran serle útiles para su film. De esta confiscación tampoco fue ajeno el cine soviético mudo del período revolucionario, del que Solanas tomó no tanto su concepción del montaje (las escenas del matadero que pueden asociarse con La huelga, de Eisenstein, pertenecen al corto Faena, de Humberto Ríos) sino más bien el recurso tremendamente eficaz de los intertítulos con consignas ideológicas determinadas, un procedimiento que desarrolló sobre todo Dziga Vertov en sus noticieros kino-pravda y que influirían también en el cine de Jean- Luc Godard desde La chinoise (1967), el film que anticipó de manera profética los levantamientos de París de mayo del ’68 y que se rodó paralelamente a La hora de los hornos.

 

Uno de los primeros en advertir esta relación de La hora de los hornos (que llegó a ser definido como “el Potemkin del cine latinoamericano”) con el cine soviético de la década del veinte fue el crítico italiano Guido Aristarco, cuando vio el film en el Festival de Mérida. Pero como bien señaló en su momento Solanas, cabía en esa asociación un error de evaluación, en la medida en que “el análisis puede ser justo en el plano de la búsqueda y de la forma, pero tiene no obstante la injusticia de aislar (el film) de su contexto histórico, como ha hecho gran parte de la crítica europea. Debemos decir que nosotros pensamos que el hecho realmente nuevo que ha surgido en la mayoría de los países latinoamericanos ‒y no solamente en relación con nuestro film‒ es que son de alguna manera o de otra productores de cine, un cine al margen del sistema, un cine radicalizado ideológicamente, un cine de combate, un cine de ensayo y de reflexión nacido en circunstancias muy precisas, que se filma en países no liberados o donde los mecanismos de opresión son muy grandes. Eisenstein y Vertov tenían detrás de ellos el poder soviético; el cineasta latinoamericano tiene detrás a la policía. Esa es la diferencia.”

En relación con el montaje, no debe olvidarse la formación musical de Solanas, que sin duda influyó en la métrica de La hora de los hornos, en el particular ritmo del film en su conjunto y también en el aprovechamiento de los distintos planos sonoros, que para una película realizada con medios muy rudimentarios es de una complejidad basta entonces inédita en el cine argentino. Hay en la banda de sonido de La hora de los hornos una intención polifónica que hace dialogar constantemente múltiples voces y músicas, a veces para reforzar una imagen y a veces para contradecirla, como cuando ‒en un rasgo de humor, que no es infrecuente en el film‒ la voz culta de un miembro de la oligarquía local comenta las bondades del país mientras la cámara registra una razzia policial contra manifestantes antigubernamentales. En la nota titulada “La violencia cotidiana”, el crescendo y la suma de testimonios obreros sobre la alienación a la que están sometidos por sus condiciones de trabajo logra un efecto que potencia las imágenes de las fábricas como cárceles. Algo similar ocurre en el prólogo del film que debe gran parte de su eficacia como llamado de guerra revolucionario al uso combinado de imágenes de represión, intertítulos didascálicos y, sobre todo, una sostenida progresión rítmica desde la banda de sonido que compuso el propio Solanas apelando a un par de percusionistas y grabaciones de cantos africanos utilizados en marcha reversa.

En tanto “film-ensayo”, estructurado incluso a la manera de un libro, dividido en capítulos y parágrafos numerados, La hora de los hornos plantea una serie de tesis, que se van imbricando unas en otras y que vistas hoy son particularmente representativas del espíritu de la época en que la película fue concebida. La primera conclusión a la que llega La hora de los hornos es que la Argentina, un país en apariencia independiente, está sumido de hecho en un estado de total dependencia del poder económico y cultural del imperialismo europeo y norteamericano, sostenido internamente por la oligarquía terrateniente y las jerarquías militares.

La segunda conclusión es que el peronismo (por entonces proscripto) no es un partido político con una estructura tradicional sino un movimiento de masas objetivamente revolucionario, que contiene en sí mismo la potencialidad de cambios profundos y que en 1945 inició un proceso de liberación inacabado. Para La hora de los hornos el peronismo continúa siendo, a pesar de sus contradicciones internas y de todos los obstáculos del sistema, el eje central de la oposición argentina.

Tercera conclusión: las luchas de liberación nacional son a su vez consecuencia de la primera independencia latinoamericana, que comenzó con Bolívar y San Martín. América latina es una gran nación inconclusa (una idea que Solanas jamás abandonó: véase El viaje, uno de cuyos personajes se llama “Américo Inconcluso”) y la revolución debe tener un sentido continental.

 

Conclusión de conclusiones: frente a la situación de dominio neocolonial, la única opción para la liberación es la violencia. Esta opción se vio parcialmente alterada cuando en 1973 la primera parte de La hora de los hornos al fin se estrenó comercialmente en la Argentina, con una modificación que provocó no pocas controversias: el plano sostenido durante cuatro minutos del rostro del Che Guevara muerto fue reducido a unos pocos segundos e integrado a una serie de imágenes de otros líderes latinoamericanos, entre los que se destacaban Salvador Allende y Juan Domingo Perón, que significaban la posibilidad de un acceso al poder por vía del voto democrático. Cierto sector de la crítica local acusó a Solanas de oportunista, pero el director replicó que “nosotros expusimos nuestro derecho de ser fieles a nuestra propuesta de que el film se rehiciese al calor de la historia viva. Por eso en 1973 el Che Guevara no sólo no quedaba desdibujado sino que, al contrario, era colocado en el plano específico de las luchas políticas nacionales”.

Desde su concepción, La hora de los hornos se había planteado como una obra abierta, pasible de ser modificada de acuerdo con las exigencias políticas del momento, a punto de que el film ‒desafiando la noción burguesa del arte‒ proponía la subordinación de la obra a las necesidades históricas del hombre. En una conversación con Jean-Luc Godard, Solanas afirmaba que “un film sobre la liberación, sobre una etapa inconclusa de nuestra historia, no puede ser sino un film inconcluso, un film abierto al presente y al futuro de la liberación. Por eso debe completarse y desarrollarse por los protagonistas y no descartamos la posibilidad de agregarle nuevas notas y testimonios fílmicos, si en un futuro hay hechos nuevos que sea necesario incorporar.”

Considerando que La hora de los hornos fue realizada en condiciones de clandestinidad, al margen de las estructuras cinematográficas tradicionales, Solanas y Getino tenían muy claro que su film suponía la elección de un público determinado, con el que no se iban a encontrar (al menos en el país, destinatario natural de la película) a través de los circuitos comerciales de exhibición. De hecho, el film y sus autores negaban explícitamente al cine como espectáculo, porque negaban al espectador como tal. “Todo espectador es un cobarde o un traidor", decía una consigna de Fanon que solía acompañar desde una pancarta la exhibición de La hora de los hornos. “El film se niega como tal, se abre ante los participantes y se asume como acto”, informaba a su vez un panfleto firmado por los autores. “El film será desarrollado y completado por los participantes, únicos protagonistas de la historia que el film recoge y testimonia; lo que importa no es la imagen fílmica, es el acto vivo que se abre en cada proyección.”

En la medida en que el film estaba pensado como acto, con pausas para el debate que podían estar previamente programadas o responder simplemente a un cambio de rollo en los proyectores de 16mm, La hora de los hornos se proponía no sólo como vanguardia política sino también artística, al modificar la concepción tradicional de la puesta en escena: cada proyección-acto se convertía en una puesta en escena siempre nueva, diferente, que podía escapar incluso (y de hecho lo hacía) a las instrucciones de los autores. “El momento vivamente creador ‒insistía Solanas‒ es ese instante en que la proyección se termina y el film continúa a través del debate (...) El film no es más que un detonador.” En la Argentina, este “film-acto” debía elegir a sus participantes, dado que La hora de los hornos no tuvo hasta 1973 otra posibilidad de difusión que no fuera en la clandestinidad. A pesar de estas limitaciones, se calcula que llegaron a circular más de cincuenta copias por todo el país, entre organizaciones obreras y estudiantiles. Se puede presumir incluso que la rígida Ley 18.019 de censura cinematográfica, dictada en 1969 por la dictadura militar de Juan Carlos Onganía (y abolida recién en 1984 por el gobierno democrático del presidente Raúl Alfonsín), tuvo como detonante la provocativa presentación de La hora de los hornos ante el Instituto Nacional de Cinematografía para obtener su certificado de nacionalidad, que por supuesto le fue negado. 

 

En el exterior, La hora de los hornos circuló abundantemente (y aún circula, como modelo de documental político) por festivales internacionales y muestras retrospectivas, pero el “acto” necesariamente quedaba circunscripto a sus aspectos informativos lo que no impidió que el film fuera considerado por la crítica como “una obra que nos obliga a redefinir nuestra relación con el cine”. 

Esa nueva relación con el cine es la que se proponía establecer el Grupo Cine Liberación, formado al calor de la praxis durante el rodaje de La hora de los hornos y cuya primera declaración tuvo expresión pública en mayo de 1968, para acompañar el lanzamiento del film. Integrado básicamente por los realizadores de La hora de los hornos (Fernando Solanas, Octavio Getino, Gerardo Vallejo, el productor Edgardo Pallero), Cine Liberación desarrolló un proceso de elaboración teórica a partir de la práctica, que derivó en el famoso manifiesto titulado “Hacia un Tercer Cine”, un texto de valor programático, que revisaba de manera drástica las relaciones entre cine y política y establecía caminos a seguir.

 

Como más tarde señaló Getino, “dividíamos la producción cinematográfica en distintos niveles, referidos no a la especificidad del cine mismo, sino a los proyectos que cada nivel traducía o expresaba”. Así, el Primer Cine era el que respondía al modelo imperial hollywoodense; el Segundo Cine aquel cine de autor “presuntamente independiente” y por lo tanto meramente reformista e incapaz de modificar las relaciones de fuerza con el sistema dominante (asociado en la Argentina con el denominado Nuevo Cine de la generación del ’60); y el Tercer Cine, “un cine de destrucción y de construcción. Destrucción de la imagen que el neocolonialismo ha hecho de sí mismo y de nosotros. Construcción de una realidad palpitante y viva, rescate de la verdad nacional en cualquiera de sus expresiones”.

El manifiesto “Hacia un Tercer Cine” tuvo poco después su continuación en una nueva propuesta titulada “Cine militante: una categoría interna del Tercer Cine”, que pretendía aclarar algunos aspectos que podían ser mal interpretados del texto original y donde se hacía la distinción expresa de que “cine militante es aquel cine que se asume integralmente como instrumento, complemento o apoyo de una determinada política”. El Grupo Cine Liberación tuvo oportunidad de poner en práctica esta categoría interna del Tercer Cine con los documentales filmados en Madrid con Juan Domingo Perón y producidos por el Movimiento Peronista: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder y La revolución justicialista, ambos realizados en 1971.

El primer film es una larga entrevista donde no hay más imágenes que las del propio Perón y los títulos que dividen las tres partes en que se compone la película (“El justicialismo, la identificación del enemigo y la unidad”; “Conducción política y guerra integral”; “El trasvasamiento, la organización y el socialismo nacional”). En el segundo film, Perón procede a historiar el nacimiento y desarrollo del justicialismo y el relato está acompañado por imágenes de época y documentales.

Rodados en Madrid por Solanas y Getino, con ayuda técnica del productor español Elias Querejeta, ambos films tenían como objetivo común provocar una catarsis política al ofrecer una comunicación masiva con la palabra y principalmente la imagen de Perón, a quien por entonces lo separaban de la Argentina 17 años de exilio. En el orden interno, con estos dos documentos Cine Liberación se proponía enterrar el divismo individualista del artista liberal y fundir finalmente su acción en un grupo sometido a la operatividad de una organización política.

Este procedimiento, que respondía a la categoría específica de “cine militante”, no impidió que casi simultáneamente el Grupo Cine Liberación se dedicara a la producción de El camino hacia la muerte del viejo Reales, primer largometraje dirigido por Gerardo Vallejo, testimonio de una familia campesina tucumana, víctima clásica de la explotación azucarera. Realizado con la colaboración en el guión de Getino y Solanas (que fue también coproductor del film), la película de Vallejo introdujo elementos de ficción en un marco documental, con la intención de encontrar “diversas formas de respuesta a una situación de opresión y miseria que excede los límites provinciales y permite vislumbrar la situación del país en este momento”.

Otros dos films de largometraje llevarían en los títulos la marca del Grupo Cine Liberación: El familiar (1973), dirigida por Octavio Getino, intentó expresar la problemática histórica de los pueblos latinoamericanos a través de una complicada operación simbólica; Los hijos de Fierro, iniciada en 1972 y finalizada recién cinco años después en el exilio, marcó un punto de inflexión en la obra de Fernando Solanas.

 

 

Así como La hora de los hornos nunca se pretendió un documental objetivo en el sentido tradicional del término, Los hijos de Fierro fue concebido desde un primer comienzo como la antítesis de los modelos de adaptación literaria que regían hasta ese momento en el cine argentino. El Grupo Cine Liberación ya había criticado ácidamente, en el primer número de la revista Cine del Tercer Mundo, las versiones de Martín Fierro (1968) y Don Segundo Sombra (1969), dirigidas por Leopoldo Torre Nilsson y Manuel Antín respectivamente. En el cuestionamiento al film de Nilsson (al que consideraban un representante del cine de la llamada “Revolución Argentina” de Onganía), ya se prefigura la génesis conceptual de Los hijos de Fierro. Dice el texto (probablemente redactado por el propio Solanas): “Martín Fierro no es para Nilsson ni para sus fervorosos aduladores el conflicto todavía vigente del pueblo argentino contra la oligarquía, sino la imagen anquilosada de una rebelión que si ayer tuvo sus razones de ser, encuentra hoy su única opción en lo que se ha dado en llamar en numerosos frentes ‘reencuentro nacional’. La no-actualización de ese conflicto por parte de Nilsson, la castración del pensamiento de Hernández, que si hoy viviera sería un perseguido más entre tantos perseguidos, es lo que ha permitido que el Sistema reconociera ese film como cosa propia, como instrumento adecuado a su política global. De otro modo no se entendería que los descendientes de aquel Mitre, responsable de las masacres de gauchos y que escribiera en 1879 a Hernández: ‘No estoy conforme con su filosofía que deja en el fondo del alma una precipitada amargura sin el correctivo de la solidaridad social’, responsables hoy de la persecución, torturas y matanzas de los hijos de Fierro (fusilamientos en 1956, sanguinaria persecución a la Resistencia 1956-1960, matanzas en mayo del 69, etcétera) enarbolaran el Martin Fierro proporcionado por Nilsson como obra digna y propia. Nilsson, al restar historicidad a su personaje, al limitarse a ‘ilustrar’ un libro desconectándolo del conflicto inconcluso que los hijos de Fierro viven en las fábricas y campos y oficinas del país, ha proporcionado ese ‘correctivo de solidaridad social’ que Mitre invocaba y por supuesto, todos los secuaces de Mitre tienen sobrados motivos para sentirse satisfechos y agradecidos...”

Años más tarde, Solanas admitiría que el film de Nilsson había sido tratado “de una manera un poco sectaria”, pero el juicio de entonces viene a ser hoy no sólo el fiel reflejo de las antinomias que se agitaban en la vida cultural argentina de la década del ’60 sino también el testimonio de la voluntad renovadora con que Solanas encaró Los hijos de Fierro.

Las intenciones de Solanas con respecto al Martín Fierro eran casi tan ambiciosas como las que lo habían llevado a encarar La hora de los hornos. El primer desafío consistía en dar el salto hacia un cine de poesía sin por ello desprenderse enteramente de la noción de cine-ensayo que había manejado en su film anterior. Su lectura de la obra de José Hernández implicaba una reinterpretación del gran poema nacional que le permitiera realizar una alegoría del proceso político argentino desde la caída de Perón en 1955 hasta su regreso al gobierno, dieciocho años más tarde. 

 

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