ENTREVISTA CON GABRIEL CALDERÓN, DIRECTOR DE “CONSTANTE”

“Hacer un clásico es hacer una obra nueva”

Antes de su llegada a Buenos Aires para el estreno de la pieza de Calderón de la Barca que se presenta en la Sala Casacuberta, el reconocido actor, autor y director uruguayo, referente insoslayable del teatro en su país, analiza cómo trabajar el teatro clásico, su tarea como artista y su papel como funcionario público

Por Carlos Diviesti

Cuando promedia el otoño y la humedad de nuestras costas adquiere ese cuerpo gris traslúcido que se nos pega a los huesos y nos hace doler las coyunturas, quizás para nosotros, visitantes, Montevideo se vuelva melancólica y entrañable: melancólica por ese río (que allá es un mar) que la perpetúa en una playa amplísima, y entrañable porque conserva un pasado en pie que aquí tal vez hayamos compartido, y que se perdió tras la imagen de un progreso que le modificó el rostro a Buenos Aires hace ya tantos años. Por eso, cuando uno llega a la intersección de las calles Buenos Aires y Bartolomé Mitre, y se encuentra con esa estupenda estructura neoclásica del Teatro Solís, inaugurada en 1856 y que es el símbolo por antonomasia de la cultura uruguaya (antonomasia disputada por la murga y el candombe, obvio), uno no se sorprende por esa imagen del presente que conjuga pretérito y futuro, baste observar el alrededor sobriamente moderno que completa el predio. Allí, en el edificio del Solís, funciona el cuerpo estable teatral fundado por Justino Zavala Muniz en 1942, que comenzó con sus apariciones en abril de 1947, y que por estos días presentará Constante en la sala Casacuberta del Teatro San Martín: la Comedia Nacional de la Intendencia de Montevideo. Y para conocer un poco más sobre ese espectáculo que toma a Pedro Calderón de la Barca y lo transfigura en palabras de Guillermo Calderón (Chile) y Gabriel Calderón (Uruguay), conversamos con este último, quien además de coautor y director del espectáculo es el actual director artístico de la Comedia Nacional.

‒¿Por qué El príncipe constante y no otro Calderón? 

‒Borges dice que el nombre genera toda una ficción. Claro, llamarse Calderón y dedicarse al teatro es en un punto renunciar a la singularidad, y de repente encontrar que ya no solo hay un Calderón histórico sino también uno contemporáneo y que encima es bueno, uno se dice “tá, ni siquiera voy a ser el Calderón de esta época”. Tuve la oportunidad de estar becado con Guillermo Calderón en Londres, y ahí empezamos un juego en el que los dos hablábamos sobre el peso que es para nosotros Calderón de la Barca. En parte de nuestra genética teatral, además, está la impronta del verso español, y Liz Dobson, del Royal Court, donde estábamos becados, nos propone hacer un Calderón por tres. Ahí Guillermo dice que a él le interesa El príncipe constante, su tradición en el teatro, cómo se había narrado en distintas épocas y cómo en ellas había expresado distintas cosas. Ahí quedó el experimento como base, pero hablamos de 2009. Después los dos hicimos muchas otras cosas, y cuando surge llevar un espectáculo desde la Comedia Nacional, a la que recién llegaba, al Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, me contacté con Guillermo para reflotar el tema y ver qué había de El príncipe constante aún nos interesaba. Y ninguno nos interesaba versionarla pero sí tomar dos o tres cosas que tenía, el tema de la tortura como sacrificio y prueba de fe, algo que nuestras democracias conocían. Y con esa idea jugar metateatralmente con una obra de teatro que nadie vio pero que todo el mundo cree conocer, procedimiento autorizado por el propio Calderón con su idea del mundo como pieza teatral y las personas como actores. También teníamos la idea borgiana de la biblioteca que se incendia y hay que volver a escribir, así que ninguno de los dos la volvió a leer durante el trabajo. Recién cuando empezamos los ensayos fui a buscar algunos versos porque los necesitábamos. 

‒¿Qué lo relaciona a Guillermo Calderón, artísticamente hablando? 

‒Habiendo estado un mes y medio en Londres estudiando con él, y de habernos cruzado en festivales con Neva y Mi muñequita, empezamos a compartir un disfrute del teatro que no tiene que ver con el trabajo sobre el escenario. Aparte, cuando vi Neva, Diciembre o Clase, me decía “chau, yo quiero hacer eso”. No me sale, pero quiero hacer eso. Si tuviera que forzar algunas similitudes, los dos tenemos una cierta excesiva pasión por la palabra como fundamento teatral. Estamos convencidos de que el teatro sin texto es posible, incluso hasta puede ser mejor, pero nosotros no podemos hacer teatro sin un texto precedente. Y nos gusta mucho ese juego de escribir palabras que luego serán actuadas. Entonces ahí sí lo reconozco como un colega, como un hermano. Ver Neva y sentir que la palabra lleva a los actores y a las actrices, es sentir el amor por la palabra y notar cómo las palabras producen la reflexión en las obras.

‒Próximamente se presentará en Buenos Aires la coproducción entre el Complejo Teatral de Buenos Aires y la Comedia Nacional sobre La trágica historia del Doctor Fausto, de Christopher Marlowe, que ya se estrenó en Montevideo. ¿Cuál es la idea de lo nuevo que trae el ciclo Nuevos Clásicos? 

‒La idea de que es algo inevitable. Cuando uno lee clásicos, y si es que los lee en su idioma original, puede leer lo que el autor escribió ahí. Y si uno ve un Van Gogh, ve la pintura que utilizó Van Gogh. O cuando uno ve el cine de Hitchcock, ve la película de Hitchcock. Lo nuevo siempre es el contexto, cómo será leído. Y en el teatro hay que agregarle un rulo más: lo nuevo no sólo es el texto, sino también la obra. Cuando nosotros decimos “hacer clásicos” es una suerte de farsa, porque lo que hacemos es tomar un texto pero todo lo que se hace es contemporáneo, es nuevo. Toda la carne, los actores, los diseños, las mentes, además del contexto que lo lee, es nuevo. Entonces es reforzar, remarcar, la inevitabilidad de lo nuevo, de que para nosotros, al fin y al cabo, hacer un clásico es hacer una obra nueva. Es una excusa “clásica”. Yo siempre fantaseo con la idea de que si yo pudiera ver a Margarita Xirgu, y si Margarita Xirgu fuera en el escenario tan buena como dicen que fue, a mí hoy me encantaría tener a Margarita Xirgu, me gustaría que estuviera ahí con sus españolismos y acentuando en la tercera y séptima sílaba como dicen que se hace. No me importa si es viejo o es nuevo, sino que sea bueno. Siempre que uno programa, sobre todo cuando uno programa, esa discusión de lo pertinente, lo bueno, lo nuevo y lo viejo está siempre sobre la mesa.

Mientras promedia la charla, y a través de la ventana del café Bacacay, frente al Solís, el gris perlado del día se transforma en un gris plomo que seguirá hasta la noche, recordamos muchas de las piezas de Gabriel Calderón vistas en Buenos Aires, por sus propias compañías en algunas ediciones del FIBA y después por elencos locales (Mi muñequita, Ex-que revienten los actores, Uz-un pueblo, Algo de Ricardo…), y nos da que pensar eso de que tenga una obra tan profunda e importante –artística, social y políticamente hablando– recién a los cuarenta años. “Uno cambia mucho, cambia mucho”, dice; “el interés de un artista es muy frágil y arbitrario. Y siempre busca que un grupo de artistas se interesen del mismo modo”. 

‒Ahí va un poco la artesanía de un autor, de esconder su interés detrás de una historia ‒continua‒. Nadie va a ver una obra mía diciéndome “qué bueno, me reí una hora y media”. Eso es un interés personal, una puesta a prueba del propio imaginario. La gente va a ver una historia y le pasan cosas. Me parece que eso es parte del teatro. Uno, con algunos intereses oscuros y vergonzosos, hace teatro, pero tiene la obligación de dejar que los espectadores pongan sus propios intereses oscuros y vergonzosos, y no hacer pedagogía inútil. Yo no soy un buen pedagogo. Trato de hacer obras de teatro. Además, si uno cree que tiene un valor determinado, tranquilo, que el mundo es gigante. El capitalismo va a decir que el mercado es enorme, pero yo diría que el mundo es gigante. Abrirse a eso es descomprimir un poco el cuarto de la casa propia, es muy liberador. Buenos Aires no deja de ser un puerto metropolitano del mundo, pero Montevideo dejó de serlo. En mitad del siglo XX sí, cuando las cosas pasaban en transición con Brasil, Chile y Argentina. Después dejó de serlo. Yo nací en el '82, y acá no pasaba nada. El teatro es mucho más que lo que se hace en la ciudad de uno, el teatro es mucho más grande que por lo que uno empezó. Por ejemplo, nosotros somos muy amables a fuerza, porque convivimos. Usted se pelea con alguien acá “definitivamente”, como se pelearía un porteño, y lo verá siete veces esta semana, y tendrá que trabajar dos o tres veces con esa persona durante el año. Entonces hay algo en la propia alma que dice "no te pelees a muerte porque te lo vas a tener que fumar", y entonces poco a poco nos entregamos a una amabilidad hipócrita, como toda amabilidad, de soportarnos, de estar allí, porque convivimos mucho en un espacio muy pequeño. Es el caldo que hace nuestra ciudad, lo que hace nuestro teatro.

‒Durante mucho tiempo, y al mismo tiempo, usted fue dramaturgo, actor, director y funcionario público. Hoy, ¿cómo calibra sus intereses artísticos personales con el trabajo de un ente como la Comedia Nacional? 

‒Son elecciones. No creo en la dicotomía funcionario público-artista. Una dicotomía del siglo XX, del siglo XIX si se quiere, pero son dicotomías que no funcionarían para Molière, para Shakespeare, para el propio Calderón de la Barca... Todos, con la óptica de hoy, serían funcionarios públicos, porque todos ellos tenían una relación, buscaban tener una relación, y hasta rogaban tener una relación con las autoridades públicas. Entonces, esta dicotomía entre lo público y lo burócrata es una cosa muy contemporánea. Yo no la vivo con temor. Me basta leer dos obras de Shakespeare seguidas para darme cuenta de cómo ama a un rey en esta obra y a la siguiente le dice al nuevo rey “por suerte llegó usted, que es bueno”. Y se terminó. Nosotros muchas veces comulgamos con la idea de que están peleados y que hay una perversión del poder cuando se mete con el artista... Creo que hay perversión en los artistas y en el poder, pero eso es otra cosa. Yo he sido cuatro veces funcionario público, y cuatro veces dejé de serlo. Ese entrenamiento me hace bien, entender que nada es para siempre, que uno siempre puede volver al arte, al vacío, a no tener un sueldo, y que igual se las rebusca y sale adelante. Me ha hecho incluso volver a la función pública con mucha libertad. Hay toda una parte de la función pública, la del “servidor público” que a mí me apasiona. Por ejemplo, el director de la Comedia Nacional tiene una influencia bellísima sobre el teatro de la ciudad. Plantea temas, da conversaciones, tiene la luz puesta bajo su discurso... Si eso fuera para siempre yo me canso ahora, no tendría ganas de hacer nada, pero si es un período, dos, tres años, bueno vamos a dar esa conversación, y después vendrá otro y dirá otra cosas, y si dice que lo que dije estaba bien o estaba mal, bienvenido. Me parece que los teatros, si están habitados por artistas, son mejores. Me gusta eso de que nosotros también rompimos estos lugares, los habitamos con fastidio por estar enojados, por salir lastimados. Es verdad. Pero también tenemos que recordarle a la ciudad y a los políticos que estos lugares son nuestros, que un teatro también es un lugar donde se hace teatro. Claro, lo entiendo, es humano: los actores somos intensos y muy pesados. Pero es también nuestra responsabilidad volver a estos lugares, lugares hermosos, y que usted me pregunte cómo es ser artista y funcionario público y yo le pueda decir “es bellísimo”. La gente de teatro es quien puede recuperar el valor del teatro para una ciudad. Me lo tengo que repetir a mí mismo, y es todo un ejercicio.

 

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