ENTREVISTA CON MARIANO PENSOTTI, AUTOR Y DIRECTOR DE "LOS AÑOS"

“Todos construimos ficción con nosotros mismos”

“Mostrar ´Los años´ en la Coronado, una sala donde nos formamos como espectadores y como profesionales, involucra los recuerdos de todos” dice Mariano Pensotti, un creador de auténticos monstruos cargados de épica teatral, sobre su más reciente espectáculo, que llega al San Martín tras su paso exitoso en festivales europeos

 

Mariano Pensotti sostiene, afable y apasionado, que “cada obra dialoga con el contexto en el que es creada y con el linaje al que pertenece”. Los años, su trabajo más reciente, “habla sobre cómo vamos a recordar en el futuro lo que nos sucede hoy”, y también sobre cómo lo que recordamos es una construcción ficcional. En esta pieza, en la que presente y futuro dividen simétricamente el espacio de una misma vida, queda a la vista que uno de los resultados más recurrentes de su trabajo –quizás- sea el intento por eternizar el presente desde lo efímero del teatro, cuestión que implica un gran trabajo tanto para él como autor y director, como también para el grupo Marea, la usina creativa independiente que conforma desde 2005 junto a la escenógrafa Mariana Tirantte, el músico Diego Vainer y la productora Florencia Wasser.  Luego de presentar El pasado es un animal grotesco (2010) y Arde brillante en los bosques de la noche (2017) en el teatro Sarmiento, dice que “mostrar Los años en la sala Martín Coronado del teatro San Martín, una sala donde nos hemos formado como espectadores y como profesionales, involucra los recuerdos de todos”. 

 

–“La familia es reciclar las ruinas del pasado”, dice uno de los personajes. ¿Los años es una reflexión nacida durante la pandemia o decantó a través del tiempo?

–Un poco las dos cosas. Escribí durante todo el primer período de confinamiento sin saber si la obra se produciría, así que pude pensarla como algo independiente a su realización. Originalmente quería que Los años contara la historia de un mismo personaje en dos momentos temporales muy distintos. Me interesaba mostrar los treinta y los sesenta años de Manuel coexistiendo en escena, y que una suerte de tercer tiempo se generara en la fantasía del espectador. Antes de que comenzara la pandemia, el tiempo de Manuel joven sucedía en los años noventa y el tiempo de Manuel viejo, en la actualidad. Cuando se trastocó todo, me pareció interesante pensar más en el futuro que en el pasado. ¿Existiría el futuro? El tiempo del joven, pues, pasa al 2021 y el tiempo del viejo al 2051; eso nos permitió, a nosotros como grupo y a mí como dramaturgo, fantasear con nuestras ciudades, con las personas que conocemos, con nosotros mismos. Jugar con la idea de cómo nos contaremos en el futuro, porque pudimos corrernos del tópico de que el futuro ya estaba escrito. A Manuel, el personaje joven, un arquitecto que recién empieza, le comisionan filmar un documental sobre edificios de Buenos Aires. En Buenos Aires aún persisten edificios copiados de Europa; la nuestra es una ciudad muy teatral porque está construida en base a representaciones. El caso de los monoblocks de Lugano, donde pasa gran parte de la obra, es otro ejemplo de cierta utopía argentina: viviendas para la clase trabajadora que quizás terminó muy alejada de lo que se esperaba que fuera. O el de la República de los Niños, que flota sobre la obra, y que es una especie de utopía del peronismo histórico para la infancia. 

–Si tomamos la hibridación de recursos materiales –desde las formas de actuación a la utilización de imágenes proyectadas– como rasgo de estilo de su trabajo, ¿cómo elige el procedimiento correcto para aplicar a un espectáculo como Los años?

–Todo dispositivo escénico tiene que relacionarse conceptualmente con aquello de lo que habla. Con el grupo Marea tenemos ideas tan vagas y amplias como “se me ocurrió hacer una obra con el mismo personaje en dos ciudades distintas y que se vean en simultáneo”. Quizás pasan meses en los que discutimos posibilidades que conciernen a lo sonoro, a lo visual, a lo espacial, en los que cada uno tira ideas que tal vez no tienen que ver con su rubro específico, y que tratamos de ver como si fueran “máquinas de contar”. En el caso de Los años uno ve el presente y el futuro, y ve qué cosas cambiaron en el espacio y en los personajes, una simultaneidad que de otra forma sería imposible de conseguir. Y necesariamente esto genera una inestabilidad en la que el cuerpo del actor tendrá que ir contra ciertos elementos para trascenderlos. No se trata de poner a los actores en una situación incómoda, pero sí recrear con estos dispositivos escénicos (como la calesita que no paraba de girar en El pasado es un animal grotesco) cierto desafío implícito en nuestras historias. 

–En Los años cobra especial relevancia la presencia del cine, a través de las imágenes del documental que rueda Manuel. ¿Cómo se concilian lenguajes tan diferentes al momento de pensar la creación de un espectáculo?

–En la mayoría de mis obras hay procedimientos cinematográficos aplicados a lo teatral. Pero aunque el cine sea un intento por preservar el paso del tiempo, el teatro sólo sucede cuando se comparte con los otros un tiempo y un espacio determinados. En Los años vemos una especie de split screen, de pantalla dividida de los primeros tiempos del cine, hecha en vivo, sin ningún tipo de artilugio. Nos pareció interesante que en una obra como ésta la atención del espectador no fuera unidireccional, para que uno decidiera a qué prestarle más atención entre esas historias que colisionan unas con otras. La filmación funciona como una cápsula del tiempo que atraviesa treinta años en la vida del personaje, lo único que no se modifica a lo largo de los años. En una obra donde se habla de cómo el tiempo se escurre entre los dedos, nos pareció importante que hubiera algo que se mantuviera incólume. 

 

 

–¿Cómo es usted como espectador?

–Me gusta la situación de estar en la sala y ver qué le pasa al público con la obra, en qué medida lo que producimos genera algún impacto que modifica o cuestiona la forma en la que los espectadores perciben el mundo. Alguien me dijo, luego de una función de El pasado es un animal grotesco, que ver a esas actrices y a esos actores a lo largo de una hora y media era como verlos envejecer diez años. Creo que siempre fui un espectador que disfrutó mucho de narrar lo que había visto; quizás ahí esté la génesis de querer narrar mis propias historias. Cuando uno habla de “público” habla de una entelequia, de una construcción. Como creador tengo en la cabeza al público porteño, y trato de no pensar excesivamente en ese público para no bloquearme. Todavía nos llama la atención que muchas de nuestras obras se representen internacionalmente, porque son extremadamente porteñas. Requieren de muchísimo trabajo por parte del público extranjero: si a las líneas narrativas cruzadas hay que agregarle subtítulos e imaginar qué es Lugano, la República de los Niños, el 2001 y todo esto en una ciudad de Alemania, de México, o de Japón... Por más que suene un poco cursi, creo que nuestras obras tienen un trasfondo humanista, interpelan preguntas vitales y filosóficas capaces de conmover personas en contextos muy distintos. 

–¿Y cómo cree que será el teatro argentino de mañana? 

–Me interesa ese teatro permeable a los cambios sociales y políticos, que no se fosiliza en determinadas formas o en determinadas temáticas. Por eso para nosotros tiene una cierta voluntad política esto de hacer obras con historias y puestas en escena más ambiciosas. Reconozco que el teatro que más me conmueve es el creado para el ahora. ¿Cómo seremos recordados nosotros en el futuro? Creo que seremos una gotita en este océano. No lo digo con falsa humildad. Me sorprende haber visto cosas hace treinta años que cambiaron mi vida y mi percepción del mundo, y que quizás no dejaron un recuerdo imborrable en la historiografía de las artes o del teatro. Eso es otra cosa para atender artísticamente: cómo se escribe la historia de lo que recordamos.

–¿Volvería a montar espectáculos pasados? 

–La verdad, no. No me seduce el trabajo de arqueología personal, aunque muchas veces decimos que tendríamos que volver a montar El pasado es un animal grotesco para ver qué pasa con los cuerpos de unos cincuentones interpretando personajes más jóvenes, que es un poco lo que sucede por momentos en Los años. Conceptualmente hablando, eso ya tiene otro sentido. Me interesaría investigar una posible mutación de ideas ya probadas, salir de la sala de teatro y poner la ficción en un contexto real. A veces la realidad no es solamente la discusión sobre lo que sucede políticamente. Las redes sociales, la telefonía celular, el streaming, cambiaron nuestra forma de percibir el mundo en los últimos diez, quince años. Y claramente una intervención urbana como La marea, que invitaba a ser voyeur de las vidas de los otros en el espacio público, hoy no tendría el sentido que tuvo en aquel momento, porque todos somos voyeurs de la vida de los demás. Construimos ficción con nosotros mismos y la mostramos en las redes sociales. En muchas de nuestras obras hay un narrador en escena que cuenta cosas. Eso surgió en La marea, por ejemplo: había textos proyectados sobre una escena en vivo, lo que provocaba una disociación entre narración y representación. No se me hubiera ocurrido probarlo en una sala de teatro si no hubiera tenido el contexto de una calle, de una vidriera. El hecho de que comisionaran montar óperas como Madame Butterfly y Beatrix Cenci también nos permite a nosotros como grupo explorar cosas que claramente no podemos explorar en una obra de teatro. En Los años, Diego Vainer toca el piano en vivo durante toda la obra, resultado de investigar cómo texto y música generan una temporalidad y una poética particulares, cosas que muchas veces por cuestiones de limitación dramatúrgica no podemos probar. 

–Su carrera en el teatro comenzó a los once años actuando en Galileo Galilei. ¿Eso condicionó de alguna manera su mirada creativa? 

Galileo Galilei era un monstruo, verdaderamente. A los once años, ser parte, aunque sea pequeña, de una puesta en escena de Jaime Kogan, con esa envergadura, fue muy transformador para mí. No había pensado mucho en esa experiencia de Galileo Galilei en los últimos años porque ya forma parte del anecdotario de mi vida. Y ahora, frente al estreno de una obra propia en la Coronado del San Martín, empiezan a brotar un montón de recuerdos reales o inventados, vaya uno a saber, pero que evidentemente cargan a Los años de otra cosa. Recuerdo mucho esa obra, no sólo por sus cuestionamientos al poder y a la complicidad del poder con la represión. También por ser testigo de la épica de Walter Santa Ana, que estaba casi ciego y tenía que transitar un espacio que literalmente se movía y se transformaba, recordando de memoria sus movimientos. Una épica que a mí me fascinaba, y que terminó de alguna forma siendo mi propia práctica. 

 

 

 

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