ANDREA BONELLI FRENTE AL ESTRENO DE “BORGES Y YO. RECUERDO DE UN AMIGO FUTURO”

“Trato de aprender del entorno talentoso en el que trabajo”

Antes de presentar el espectáculo en la sala Cunill Cabanellas del Teatro San Martín con dirección de Hanna Schygulla, Andrea Bonelli repasa su encuentro con la célebre actriz alemana y los motivos que las llevó a ambas por los caminos, que siempre se bifurcan, del autor por antonomasia del laberinto y la memoria.

Por Carlos Diviesti

 

Algo ocurre cuando Andrea Bonelli comienza a decir un texto. Un chispazo quizás, un destello que desde los ojos le enciende la voz. Siempre fue así, desde sus primeros trabajos televisivos, cuando aún era una adolescente. Y aunque ahora, ya convertida en una experimentada que podría apelar a todo su oficio, esa chispa se transforma en brasa y captura hasta el final la atención del espectador. No es casual que Hanna Schygulla, la musa de Rainer Werner Fassbinder, la que hizo carne la historia alemana con algunos de los títulos más importantes del cine europeo en todo el siglo XX –El matrimonio de Maria Braun y Lili Marleen, por poner solo dos ejemplos-, haya visto en Andrea Bonelli esa condición de “chanteuse” y de “diseuse” de las grandes figuras del cabaret. No, no. No es para nada casual.

 ‒¿Cuándo tomó contacto con Hanna Schygulla y cómo fue que le ofreció este espectáculo?
‒Conocí a Hanna hace casi veinte años, o más, acá en Buenos Aires, cuando vino a la primera edición del Festival Internacional de Buenos Aires. Trajo un espectáculo hermosísimo, Hanna Schygulla chante Jean-Marie Sénia, que se presentó en el Teatro Coliseo, en el que ella contaba y cantaba canciones relacionadas con ciertos momentos de su vida. Quienes me habían invitado me la presentaron, hablamos con ella y con Alicia Bustamante, su compañera y directora cubana, y como yo estaba viajando a París unas semanas después, quedamos en encontrarnos allá. Y así fue. Viajé, nos encontramos y empezamos a mantener una relación en la cual, cada vez que viajaba, la veía tanto a Hanna como a Alicia. En un momento, llevé un unipersonal sobre Mariquita Sánchez de Thompson, Hanna vino a verme, y a partir de entonces se estableció una relación que fue creciendo y en la que siempre hubo mucho intercambio. Es una mujer con una actividad artística enorme, en permanente estado creativo. Esa relación me resulta artísticamente muy estimulante. Y cuando empezó la pandemia, todavía con el Omicron incluso, viajé a París. Hanna estaba bastante asustada con el tema del Covid. Era invierno, pero nos encontramos en un bar al aire libre, y nos quedamos durante horas charlando. Ella estaba por filmar una película y yo había hecho el espectáculo sobre Teoría King Kong, de Virginie Despentes, que me había dejado muy entusiasmada por la conexión directa con el público. Al día siguiente viajaba a España y entonces recibí un audio de Hanna en el cual me decía que tenía un espectáculo, que ella había hecho en francés y alemán, y que le gustaría mucho ofrecérmelo para que yo lo hiciera en “aryentino”. Y bueno, que si yo todavía no me había ido, que si todavía tenía tiempo, que pasara por su casa y me daba la obra para que yo la considerara, como si fuera una suerte de “liaison”. A mí me provocó una enorme emoción. Estaba con Nacho (Gadano, su pareja), y la verdad es que me pareció un gesto muy amoroso cómo ella había captado mi confesión respecto de lo que quería hacer. Y bueno, me llevé el material, lo traduje –porque aunque los textos de Borges están respetados tienen una suerte de dramaturgia–, y surgió la idea de que ella lo dirigiera. Cinco meses después estaba en París y fuimos concretamente sobre el trabajo: un mes y medio de ensayo intenso del que quedé agotada, aunque ella no. 

‒Eso le habrá quedado de Fassbinder…
‒¡Claro! La escuela alemana. Es una elegida. Cuando escucho el audio original en alemán termino de entender el concepto del espectáculo, cómo estaba intercalada la música original de Peter Ludwig con los cuentos, cómo había trabajado con los tangos... Traje muchísimo material filmado y grabado de los ensayos, que estoy usando mucho ahora también, porque tengo horas y horas… y bueno, así fue.

‒Entones, más que ensayar un espectáculo, para usted también fue una especie de aprendizaje...
‒Fue un taller de aprendizaje artístico y humano, porque me estaba metiendo con dos situaciones muy intensas: por un lado, Borges, bajo la mirada de Hanna y con todo su bagaje artístico, su cabeza, su nivel creativo, su imaginación, su fuerza, su voluntad, su impresionante capacidad de trabajo… Más allá de nuestro resultado artístico en el escenario, el proceso que vivo es riquísimo. Y ahora llegará mi relación con el público.

‒¿Cuánto conocía el universo borgeano previo a este espectáculo?
‒Aunque no estaba sumergida en la totalidad del universo de Borges, Los conjurados es una de mis poesías preferidas, y por eso la incluí en el espectáculo como una licencia que le pedí a Hanna y ella estuvo de acuerdo. Me pasó algo con ese libro, no sé cómo definirlo. Podría decir que fue algo existencial, pero entendí algo. Son esas cosas que pasan con Borges. A mí me pasó con Los conjurados y con El libro de arena, de los que me siento muy cerca y muy comprometida. Y, por otra parte, soy de uno de sus barrios míticos. Soy de Palermo, del Maldonado. Me crié en ese barrio, que es al que llegaron mis abuelos inmigrantes, el Palermo Viejo. Viví mucho ese barrio donde la placita que ahora es la Cortázar era una feria municipal, donde iba con mi abuela con el changuito a comprar. Entonces puedo decir que viví el zaguán...

‒El espectáculo original está muy anclado al cabaret alemán. Y por lo que se ve usted recupera también la ciudad de Borges...
‒Más allá de los tangos populares que están en el espectáculo, Peter Ludwig compuso los suyos propios a partir de su gran admiración por el tango. Él es un fanático de Piazzolla, y los arreglos que hizo de los tangos populares son fantásticos. Sin embargo, por otro lado, hay algo propio de nuestras culturas independientemente de lo que uno se proponga. Peter Ludwig, un músico muy virtuoso, fue compositor de cabaret. Entonces, hay como una onda en los arreglos musicales que él hace. Me gusta que eso también pueda estar, pero soy de acá. Soy porteña. Soy de Buenos Aires. Tengo toda la carga cultural de ser porteña. No soy alemana ni tengo la cultura alemana encima, tengo mi cultura que es ésta. Y seguramente van a aparecer muchísimas otras cosas diferentes al espectáculo de Hanna. En esta versión, por ejemplo, aparece mi relación con ella. Quizás cuando pasen las funciones pueda tener una idea más completa de cuáles son las diferencias y las similitudes, en qué están emparentadas estas versiones del mismo espectáculo. 



‒Usted es una de las pocas actrices reconocidas por sus trabajos televisivos, que se caracterizan por tener previamente una carrera muy experimental en el teatro…
-Eso empezó cuando estaba en la escuela primaria e interpreté a Doña María en Las de Barranco. Me lo tomé tan en serio, tan en serio... Alicia, nuestra maestra de séptimo grado, era una gran amante del teatro, e hizo muy en serio nuestra versión escolar, con decorados, con trajes... Ella me dijo: "pero vos tenés que dedicarte a esto", aunque ya de mucho más chica sabía que quería ser actriz. Después entré al Colón, hice cinco años de escuela.

‒¿Y cuando surgió la Andrea cantante?
‒La cantante es algo que tengo de toda la vida. Nunca me propuse serlo, pero me la pasé cantando en todas las obras que hice. Y en las que pude. Trabajé bastante con Mónica Viñao, ella tiene mucho que ver con esa veta experimental y estos permisos. En sus obras hasta hice imitaciones de cantantes de ópera. Y ese permiso tuvo que ver con el entrenamiento en las técnicas Suzuki que hice con Mónica, eso de traer la sensibilidad perceptiva a la superficie, y que me acercaron al tema del canto. Finalmente, con Nacho hicimos un espectáculo con tangos y milongas en el que no había texto, durante bastante tiempo. Después estuve varios años sin cantar. Pero el canto siempre está. Y quedé tan entusiasmada con ese tipo de comunicación con el espectador desde el escenario que en Teoría King Kong me faltaban la música y el canto. 

‒Pareciera que le interesa mucho el formato unipersonal.

‒A ver. Teoría King Kong es lo último que hice a sala llena y después llegó la pandemia y se cerró todo. Es un texto con el que se establece una comunicación muy directa con el público. Yo no hacía un personaje, no actuaba, no era la instancia del “monólogo”. Bueno, si uno está en el escenario o en comunicación, siempre representa algo, incluso a sí mismo. Pero no estaba interpretando a un personaje preconcebido. Y eso me interesó mucho: abrir ciertos canales de comunicación y de expresión con un texto, pero no desde la representación de otro. Si bien ahora aparecen personajes de los cuentos de Borges, en definitiva, es alguien quien los cuenta. Por eso, no sé si es el monólogo en sí mismo, sino más bien algo que tiene que ver con la comunicación lo que me interesa. Y si le puedo incluir música y cantar, como en este caso, tanto mejor.

‒Otra de sus cualidades es la de ser una actriz muy expuesta, porque no se queda en lo fácil, se mete en...
‒... cosas riesgosas, sí (risas). No me gusta acomodarme, ni siquiera cuando me va muy bien. Cuando eso pasa, trato de salir rápidamente. Podría haber hecho muchas giras con espectáculos que tuvieron mucha aceptación. Y no, cuando terminaron, lo primero que hice fue sacármelos de encima rápidamente e ir para otro lado.

‒De todos los personajes interpretados por Schygulla, ¿cuál podría ser su paradigma?
‒Hanna es una actriz con una amplísima variedad de registros. Si bien se la relaciona directamente con Fassbinder, con quien hizo un trabajo riquísimo, también trabajó con otros grandes directores europeos. Pero podría tomar el trabajo que ella hace en Lili Marleen, tan intenso, tan impresionante. Y haberla visto en el escenario del Coliseo, en ese espectáculo cuando la conocí, también fue algo mágico. Su presencia, su profundidad en lo que contaba y lo que cantaba... Entonces, no sé, para mí Hanna es esa película y ese espectáculo. Ahora es más difícil definirlo, porque la veo de otra manera. Pero en uno de sus últimos trabajos en el cine, Peter von Kant, una suerte de remake de François Ozon sobre Las amargas lágrimas de Petra von Kant, ella hace una participación muy chica, pero con un peso enorme... ¡Es una gran artista!

‒¿La considera una de sus grandes maestras?
-Podría decirse, pero sin quererlo. Causalmente, casualmente, sí, sí. Trato de aprender de todo el entorno talentoso con el que trabajo. Me tocó trabajar con artistas como Alejandro Urdapilleta, que siempre son maestros, porque dejan cosas. Y, además, como actriz o como persona, en esa situación, una siempre está ávida de aprender, aunque se estrese un poco y se ponga un poquito nerviosa…

 

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HANNA SCHYGULLA, UNA FIGURA IMPAR

Sólo quiero que me amen

 

Si bien todos decimos que Hanna Schygulla (Königshütte –hoy Churzow-, Alta Silesia –hoy Polonia-, 1943) es la musa de Rainer Werner Fassbinder porque interpretó roles protagónicos y de reparto en una veintena de sus películas, estamos nombrando solo una parte –y hasta pequeña- de su trayectoria. Quizás en esas películas (El amor es más frío que la muerte, Dioses de la peste, El mercader de las cuatro estaciones, y sobre todo en Las amargas lágrimas de Petra von Kant, El matrimonio de Maria Braun, Berlin Alexanderplatz y Lili Marleen) haya forjado esa impronta en principio gélida y que poco a poco, en la medida en que sus roles se desarrollan, adquiere una profundidad inusitada que alumbra la oscuridad más tenebrosa del ser humano. Pero Schygulla es mucho más que la resultante de la iconoclasia de la Segunda Guerra Mundial y las explosiones juveniles de finales de los ’60. También es más que sus premios como Mejor Actriz en Berlín y en Cannes. El verdadero arte de Hanna Schygulla, al igual que sucede con los grandes intérpretes de todas las épocas, se aprecia sobre el escenario. Formada en Múnich y participante del Antiteater fassbindereano, Schygulla permite olvidar su volcánica imagen cuando comienza a cantar, o a decir sus canciones. Cuando olvida deliberadamente su gloria y vuelve a ser, incluso hoy, entre París y Berlín o allí donde esté, esa niña emigrada a Alemania, cuyo padre volvió traumatizado de las trincheras cuando ella tenía cinco años, que cantaba para no perder la alegría y a quien, una vez por la calle, en esos tiempos de incertidumbre y confusión, de un silencio que horadaba el ruido, le preguntaron de quién era y ella respondió: 
–De mí misma.
Y uno no puede más que amarla. 

 

 

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