ENTREVISTA CON LEONOR BENEDETTO, DIRECTORA DE “¿TODO BIEN?”

“Yo soy el paisaje de los otros”

A poco de estrenar la obra de Carlos Ares en el Cine Teatro El Plata de Mataderos, conversamos con Leonor Benedetto sobre esta propuesta y su condición de imagen indisoluble en la memoria de toda una generación.

Foto Carlos Furman

Por Carlos Diviesti

 

El día que Rosa Ramos y el maestro Esteban Pasciarotti se casan en una ceremonia muy austera, los sesenta puntos de rating diarios de Rosa… de lejos no se alteran demasiado. Ese teleteatro de Celia Alcántara dirigido por María Herminia Avellaneda -que se transmitió por la vieja Argentina Televisora Color durante todo 1980-, más que la odisea romántica de una costurera pueblerina se transformó en la historia de emancipación de una mujer en épocas oscuras, todo un desafío a su contemporaneidad. Esa Rosa Ramos en el rostro, la voz y la piel de Leonor Benedetto es una referencia insoslayable en la historia de nuestra televisión; pero si bien Rosa… de lejos es su trabajo consagratorio a nivel popular, no es el único que hizo de Benedetto una imagen indeleble del espectáculo argentino. Leonor Benedetto, a lo largo de su carrera, logró zafar del encasillamiento en esos roles de mujer fuerte transformándose en una directora y escritora que no reniega de lo vivido, sino que se preocupa por mantenerlo constante. Por eso su descripción del espectáculo que hoy la trae al Complejo Teatral de Buenos Aires, tal como veremos a continuación, es una reflexión inquietante e inusualmente lúcida sobre la noción de presente.

–¿Cómo puede definirnos ¿Todo bien??
–La obra se llama así porque el “¿todo bien?” se ha convertido en una especie de lugar común. Yo le pregunto "¿todo bien?" a usted y me voy, me desentiendo, porque nadie espera una respuesta a esa pregunta. La acción transcurre en algo que no es ni oficina ni vivienda, es todo junto, donde habita Timo, un maniático de la tecnología. Es un tipo que eventualmente es hacker, y que tiene trabajos limpios y otros no tanto como espiar gente, y cobra muy bien por eso. Pero Timo se ha tragado esto de la tecnología y vive como un preso: para entrar a su casa él tiene que ver la imagen de quien llega, y marcar siete u ocho claves hasta enfrentarse con el habitante, que es un tipo muy cerradito. La que llega es Alma, que aparentemente es alguien a quien él llamó porque tuvo algún problema con su sistema. Alma es otro cerebrito, pero como el de hacker es un rol que en general no se le adjudica a las mujeres, provoca el necesario asombro en él. Alma además lo hace caer en una trampa: él investiga a un sindicalista con mucho poder y lo filma con su amante, que es ella. Ella, que lo hackea, lo quiere conocer cara a cara para vengarse. Me salteo un poco el odio entre los dos y vamos a que él se enamora y no tiene idea de lo que es el amor. Pero como Carlos Ares, el autor, es un poquito delirante, agrega el holograma de Bayo, el papá de Timo, en casa del personaje, un holograma que repite "¿todo bien?" como en un loop. Y ahí radica la inteligencia de esta obra, porque pone en jaque esto de que una de nuestras vidas posibles, hoy, es la vida virtual. Yo, como directora, soy la encargada de completar el acercamiento al tema. Y Carlos Ares lo sabe. 

–Usted hace tiempo que dirige, pero todo el mundo la tiene como actriz, y sobre todo como imagen. Cómo trabaja su rol de directora y su rol de actriz, teniendo en cuenta esa imagen tan pregnante en el público.
–No hace mucho tiempo que eso dejó de ser problema para mí. Esa “imagen” fue una especie de obstáculo para mi carrera y para mi vida, aunque siempre fuera auténtica. Yo salí del conservatorio con otra fantasía, por ejemplo ser como Irene Papas, convertirme en la gran trágica argentina, y cuando empecé el recorrido en la actuación me pedían que me pusiera pantaloncitos por acá, que me levantara... (y se marca el busto). Y tuve que adaptarme a eso por necesidad porque tuve hijos muy joven, y había que parar la olla sí o sí. Y separarme de esa imagen se convirtió en una especie de ansiada meta. Me preguntaba “por qué nunca hablan de mi inteligencia”, porque soy un poco vanidosa de ello, y la respuesta fue que eso empezaría a pasar cuando envejeciese. Ya desde hace un tiempo se reemplazó el "oohh" por el respeto, por el querer leer lo que escribo, o por felicitarme en la calle por las cosas que digo... Yo no me acuerdo mucho de lo que digo en las entrevistas pero parece que es muy inteligente (risas). Siento que estoy en una plenitud casi desconocida para mí. Con liberarme del peso de estar linda, por eso estoy encantadísima por lo que estoy viviendo.

–Si se hace una mirada retrospectiva sobre su trabajo, usted es una de las pocas actrices argentinas que hizo con la misma dignidad un personaje “importante” como Lola Mora (en la película Lola Mora, Javier Torre, 1996) o uno tan “basto” como Silvia, la presa de Atrapadas (en la película de Aníbal Di Salvo de 1984)…
–Esto que me dice lo tomo como un halago indescriptible por su dimensión, porque siempre sentí que había un choque respecto a cierta clase de trabajos. Y creo que ese choque, o la disolución de ese choque, empezaron a verlo primero los demás que yo. Y sí, es verdad lo que usted dice, pero hay peores que Atrapadas, no lo voy a ayudar en recordar ciertos títulos. La disciplina, la dedicación, el intento de verdad de meterme con cualquier personaje, tiene mucho que ver conmigo más que con el proyecto en sí. Le diría que en los primeros diez años de mi carrera mezclé, peligrosamente, cosas que fueron auténticos bodrios con la versión de Espectros, de Ibsen, que hicimos con Milagros de la Vega y Alfredo Alcón para el Teatro Universal de Canal 7. Y tenía muy claro que mi misión era sostener a mis hijos, y entonces, muy cómodamente, me ponía un hábito o andaba medio desnuda. Para mí había una lógica interna, no me parecía un desajuste, porque empezó a armarse un rompecabezas de mi imagen al que aún le faltaban piezas. Por ejemplo, Rolando Rivas me ayudó bastante. En esa escena en la cual esa cuñada perversa baja las escaleras en combinación para provocarlo a él, yo le diría que me vi por primera vez en televisión, pero no era consciente. Nunca deliberadamente hice consciente ese personaje, aunque de vez en cuando la gente me cuenta anécdotas de tres segundos como “un día te vi bajando del auto a cargar nafta dije ‘guau’”. Eso, aún hoy, no sé muy bien dónde ponerlo. 

–¿No sabe dónde ponerlo en su historia como actriz o en usted misma?
–En mí, en mí. Siempre fue para mí más importante el encontrar la persona que soy que el encontrar la actriz. Cuando empecé a escribir y a publicar apareció otra. Tengo una frase que dije muchas veces y parece que es bastante feliz: "yo soy el paisaje de los otros". Estoy fabricando el recuerdo que mis nietas tendrán de mí cuando yo no esté. O sea, a ese rompecabezas del que le hablé cada vez le faltan menos piezas, y yo me siento muy bien. Sé que soy un poco rompe esquemas y que muchas de mis colegas están como en la jubilación del pensamiento. Y a mí puede que los años me hayan dado más arrugas, pero curiosamente mi cabeza hizo así se expandiera. 

–Mientras hablaba recordé cuando la vi en La zorra (1982), con Alberto Closas, y me decía "¿será conciente esta mujer de la imagen que transmite desde el escenario a la platea?".  Entonces, lo que quisiera preguntarle es cómo le transmite esa idea de la imagen a los actores que usted va a dirigir.
–Ahí comienza otra mirada. Cada una de las personas que voy a dirigir también tiene una percepción propia que se aproxima a la verdad. Mientras que para algunos de los que he dirigido soy una bendición, para otros estoy loca. Por ejemplo, interrumpimos los ensayos y les digo "¿cómo es la obra? Escribila". Son cosas muy diferentes la orden cerebral para escribir que para hablar. Entonces soy muy cuidadosa, trato de meter a la gente con la que trabajo en un lugar de introspección, sin caer para nada en la explicación psicoanalítica, que es parcial para un actor que de verdad quiera bucear profundidamente.

–¿Qué considera usted como mujer de teatro en relación a la actualidad escénica? Partamos de un prejuicio personal: pareciera que el teatro se ha vuelto más “fácil” después de una época en la que se había vuelto como muy “difícil”.
–Que más fácil o más difícil, desde el lado malo de la definición, lo puede definir el actor. Vamos a hablar de mi prejuicio, ya que usted habló recién del tuyo. Cuando me llaman para hacer Perdida mente yo tenía mis reparos a la hora de trabajar con José María Muscari, aunque quería hacer esa obra con toda mi alma. El tema me pareció absolutamente disruptivo y el personaje, una jueza, que había sido brillantísima, con Alzheimer, un enorme desafío. La obra está brillantemente escrita porque esta mujer, que se iba por momentos y por momentos volvía, relataba con la misma lucidez prácticamente la historia de la humanidad. Y mi prejuicio decía que lo que yo quería hacer no estaba en el espectro de Muscari. Pero yo sí estaba en el espectro de Muscari, y le estoy tan, pero tan agradecida por el trabajo que hicimos, porque gracias a Perdida mente es que perdí el sentido del ridículo y no me importa estar fea, y además envejecer, con Alzheimer y todo eso. Toda una jugada. Cuando hice Lola Mora, que envejece durante la película, tal era la conciencia que yo tenía de mí físicamente que cuando a la maquilladora le tocó hacer de mí una vieja yo le decía (frunce el entrecejo, la barbilla, los labios) "ves esto, bueno, vos marcá esto, esto, esto", y ella no tenía que inventar un muñeco. Pero creo que de verdad un actor con suficiente fuerza y un director inteligente, pueden ir por donde quieran. Porque el teatro, más allá de ser una disciplina comunitaria, es del actor. El escenario es del actor. El actor siempre mete su cuña, a veces disimuladamente si el director no domó su ego, pero es el actor y es la actriz quienes convierten eso que usted define como fácil o difícil, buen o mal teatro, prácticamente con su eventual talento y su voluntad.

 

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