Sergio Blanco y la autoficción

Anatomía del yo

Por Carlos Diviesti

 

 

“Finalmente –a fuerza de trabajo y de miedo atascado–, algunos libros dejaron de ser la expresión de la época que los había visto nacer y, poco a poco, empezaron a inventar el rostro de quienes los habían escrito”. 

 Tratado XX. Lengua, Pascal Quignard, en Pequeños Tratados I
(traducción de Miguel Morey, Narrativas Sexto Piso, España, 2016)

 

 En el libro Hermenéutica del sujeto, Michel Foucault sostiene que “al ocuparse de uno mismo, uno va a convertirse en alguien capaz de ocuparse de los otros. Existe una relación de finalidad entre ocuparse de uno mismo y ocuparse de los otros. Me ocupo de mí mismo para poder ocuparme de los otros. Voy a practicar sobre mí mismo lo que los neoplatónicos denominaron la catarsis para poder convertirme en un sujeto político, entendiendo por sujeto político aquel que sabe lo que es la política y que, por lo tanto, puede gobernar” (Cuarta Lección, 3 de febrero de 1982. Conocimiento de uno mismo y catarsis; traducción de Fernando Álvarez-Uría, Las Ediciones de La Piqueta, 1994). Yendo a la literatura, luego del tembladeral que produjera Serge Doubrovsky en la contratapa de su libro Fils (1977), en la que introduce el término “autoficción” como un neologismo que a posteriori se convertiría en género, Vincent Colonna define a la autoficción como “la ficcionalización del yo”, la construcción –por parte del autor– de un sujeto imaginario capaz de exponer su propia vida y que ficcionaliza su propia realidad. Por su parte, Manuel Alberca en ¡Este (no) soy yo? Identidad y autoficción, dice que “el yo autoficticio es un yo real e irreal, un yo rechazado y un yo deseado, un yo auto-biográfico e imaginario; todos los yos caben en él: el yo mitómano y el yo verdadero, el megalómano y el ecuánime, el consciente y el inconsciente de su propia invención. No renuncia a nada, pues está abierto a toda clase de metamorfosis personales y de suplantaciones fantásticas, que le convierten en otro sin dejar de ser él mismo, es decir, sin dejar de saber que yo es y no es otro” (en Pasajes. Revista de pensamiento contemporáneo, España, 2008). 

“Antes de empezar, quisiera dejar una cosa en claro, yo no soy Sergio Blanco. Mi nombre es Gabriel. Gabriel Calderón. Es decir, que esto que ustedes están viendo no es Sergio Blanco. O mejor dicho, este que está aquí no es Sergio Blanco, sino Gabriel Calderón. Yo voy a hacer todo lo posible por parecerme a él. Para ser él. Bueno, no precisamente él, Sergio, sino su personaje, es decir, el personaje de Sergio. Voy a hacer entonces el esfuerzo de ser él y les ruego a todos ustedes que también haga el esfuerzo de creer que soy él”.

Sergio Blanco, La ira de Narciso.

 
Aunque Sergio Blanco (Montevideo, 1971) ha convertido la mayor parte de su producción teatral en obras autoficcionales, sus temas permanecen inalterables: en todas sus piezas pueden rastrearse, por un lado, la muerte como pulsión erótica y, por el otro, la búsqueda inclaudicable por encontrar o descubrir la belleza, no importa dónde. En sus obras, Sergio Blanco es un yo transformado en protagonista, o personaje secundario que ejerce el rol de cuestionador, de instigador, de condenado o de pura y generosa metonimia de la realidad que deviene en escenario.

En una entrevista con Bernardo Borkenztain para el programa Charlas de mentes de la cadena uruguaya Esdrújula TV, Blanco sostiene que “la autoficción no es fiel al documento. La autoficción traiciona, no es leal, falsifica, engaña, y por eso es condenada”. Hay quienes cuestionan la autoficción por considerarla una suerte de propia hagiografía, pero tal vez sea el recurso literario o dramatúrgico más eficaz para traducir, por una parte, la crisis de la ficción pura en el posmodernismo y, por la otra, el compromiso del autor con su contemporaneidad en el progreso colectivo. En ese sentido, la autoficción también funciona como ensayo de su objeto, sea el propio devenir del autor, sea el autor como testigo de su tiempo en una historia común.

“De hecho, en los últimos años me he acostumbrado a definir rápidamente la autoficción como el cruce entre un relato real de la vida del autor, es decir, una experiencia vivida por este, y un relato ficticio, una experiencia inventada por este. Y lo interesante es que la autoficción no es ni una cosa ni la otra, sino la unión de las dos al mismo tiempo. Eso es lo que la vuelve fascinante”.

Sergio Blanco, Autoficción. Una ingeniería del yo
Punto de Vista Editores, España, 2018.


Quizás el procedimiento de Sergio Blanco se emparente con la idea de Emmanuel Lévinas de “pensar a partir del Otro”. Según Blanco, en esa misma entrevista con Borkenztain, la autoficción también se anima a penetrar aquellas “zonas penalizadas por la doxa”. Posiblemente se pueda definir esas zonas como las que representan cierta oscuridad en algunos rincones sociales (la lucha de clases en Kiev, la libertad sexual en Kassandra, el parricidio en Tebas Land, las parafilias en Zoo, la necrofilia en Cuando pases sobre mi tumba), pero jamás trabaja sobre esas zonas con criterio testimonial o periodístico. En las piezas de Sergio Blanco esos tópicos son pura poesía que intenta “descifrar el mundo”. Y para ello se vale del siguiente decálogo como sistema para trabajar sus textos: la conversión, la traición, la evocación, la confesión, la multiplicación, la suspension, la elevación, la degradación, la expiación y la sanación. “Lo que nosotros llamamos monstruos, no lo son a los ojos de Dios, quien ve, en la inmensidad de sus obras, la infinita variedad de sus formas”, dice Michel de Montaigne, y que Sergio Blanco quizás parafrasee, deforme, expanda, subraye o elida en cada uno de sus trabajos.

EL HIJO. Bueno, ven. No es fácil escribir un texto de teatro para una persona mayor. Uno tiene que pensar todo el tiempo en parlamentos cortos y que sean fáciles de retener. Uno no puede poner mucha lógica sofisticada en el discurso. Hay que tratar de limitarse a frases simples y breves. Facilitar todo lo posible el trabajo del actor. Cada mañana que me sentaba a escribir, tenía que hacer el esfuerzo de no olvidarme de esto. El cuidado de envejecer la escritura con delicadeza. De volverla simple. Fácil de retener. Creo que fue la única forma en mi vida en que supe cuidar a mi padre. Escribiéndole parlamentos que no le fueran difíciles de memorizar. ¿Qué pasa ahora?
EL PADRE. Nada. Estoy esperando.
EL HIJO. ¿Qué cosa?
EL PADRE. Que digas la verdad.
EL HIJO. ¿Por qué?
EL PADRE. Porque la gente viene para eso.

El bramido de Düsseldorf. Primer bramido. IV, Sergio Blanco. 

 

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