¨EL MUNDO, 18 BAILARINES, UN SHOW¨ DE FEDERICO FONTÁN

EL MILAGRO DEL MOVIMIENTO

El Taller de Danza Contemporánea presenta en el Hall del San Martín un espectáculo donde las problemáticas del intérprete se escenifican a través del cuerpo y los relatos de los alumnos. Y que demuestra, más allá de cualquier otra valoración, las ganas explosivas de bailar de los jóvenes intérpretes.

Carlos Furman

¿Qué pasa por la mente del bailarín cuando danza? ¿En qué piensa? ¿O en qué no piensa? Es ya casi un clásico la respuesta que da Billy Eliot en el film homónimo, cuando le preguntan qué siente al bailar: “Al principio estoy tenso, pero cuando empiezo a moverme me olvido de todo, todo desaparece, y siento un cambio en todo mi cuerpo, como un fuego ahí dentro; estoy volando como un pájaro. Siento electricidad”.

 

EL INTÉRPRETE EN SU SINGULARIDAD

El mundo, 18 bailarines, un show es, entre muchas otras cosas, la escenificación de la mente del bailarín en el momento de la creación; permite conocer una cierta intimidad, no sólo en cuanto a ese proceso creativo del espectáculo, sino también respecto de lo que pasa en su interior en otras dimensiones que lo trascienden. Una de las intérpretes dice al comenzar: “Somos 18 bailarines y vamos a dar un show. La obra todavía no empezó, la obra va a empezar dentro de 20 minutos. Vamos a contarte nuestros pensamientos mientras ensayábamos esta creación”.

El hincapié en la singularidad de los intérpretes en este trabajo es uno de los grandes hallazgos del coreógrafo y director Federico Fontán, convocado para dar inicio a un nuevo proyecto del Taller de Danza Contemporánea del Teatro San Martín, que en 2022 celebra su 45° aniversario. Con dirección de Norma Binaghi y codirección de Damián Malvacio, la escuela implementa en tercer año la participación de coreógrafos a los que se irá invitando para crear un repertorio propio de obras. De esta manera los estudiantes que están por egresar transitarán el aprendizaje de ser intérpretes, en el marco de un montaje profesional. 

Precisamente lo que se ve en esa cocina que el espectáculo devela es el proceso de pasaje de alumno a bailarín profesional; eso es lo que tienen en común los 18 jóvenes que están en escena, que además han compartido la misma formación dancística en el marco del Taller. Pero a su vez el bagaje de cada uno tiene que ver con otras formaciones y otras disciplinas o tipos de danza que también les atraen: “así como todos tienen problemas, deseos, intereses y estilos distintos, también todos vienen de un lugar diferente”, afirma Fontán. Y agrega: “de la nada (yo no lo había planeado y no sé quién lo propuso) surgió lo de los antepasados”. Una de las bailarinas dice: “cuando me muevo siempre pienso en mis antepasados; vi un videíto en Instagram que decía que si nos remontamos miles de años atrás tenemos sangre de todas las culturas corriendo por nuestras venas”. Porque en esa singularidad de cada intérprete que se abre al público está incluso el acto de confiarle cuáles son sus orígenes, la composición e historia de su familia, quiénes son sus ancestros. 

Fontán reflexiona sobre esta impronta biodramática como un rasgo preexistente en su búsqueda artística: “Yo soy maestro de meditación hace 16 años y en esa exploración, que cruzo con la danza, surge la particularidad del movimiento, que es único para cada uno. En mis clases indago en cómo la inspiración del movimiento no es exclusiva del bailarín profesional; he investigado en cómo es la danza para un actor, un médico, un abogado, un bailarín, y lo que se manifiesta es que una persona que empieza a bailar a los 50 años puede tener el mismo nivel de inspiración que una persona que bailó toda su vida en el Teatro Colón”. 

En cuanto a la exploración en esta línea que realizó con los alumnos del Taller para El mundo… recuerda: “Esta vez estaba seguro de que estos intérpretes iban a bailar increíblemente bien, pero quise saber más, quise saber qué les pasa y quise que mostrasen sus problemáticas de bailarines (que yo también conozco), el miedo a no ser suficiente, la preocupación por un pie que no se estiró del todo; esas obsesiones están en las voces de la ‘conciencia colectiva’ del principio del espectáculo”. Fontán explica que para lograr que emerja todo esto fue él quien se acercó a ellos, en lugar de pedirles algo específico qué él quisiese montar: “Tiraba ideas, ellos hacían y yo organizaba el material, hacía preguntas antes de empezar, para enterarme de qué bailaba cada uno (folclore, femme style, ballet) y para que esas danzas apareciesen en la obra”. Pero a diferencia de trabajos anteriores, en los que Fontán se focalizó en un desarrollo casi virtuoso del ritmo y del movimiento, en este caso le interesó centrarse en especial en cada persona con sus particularidades. Y hay mucha honestidad (y valentía) en lo que dice y hace cada uno de los 18 bailarines; tanto que cualquiera, sin dedicarse a la danza, se puede sentir identificado con aspectos propios de su vida o su profesión. 

En ese sentido reflexiona: “Me gusta pensar que cada movimiento que uno hace no es sólo único porque otra persona no lo puede hacer, sino porque además el movimiento no miente: revela cuándo una persona está triste, enojada, qué deseos y qué pasado tiene. El movimiento es un milagro. Es mucho lo que tiene que pasar para que se mueva una mano desde el punto de vista de la evolución del ser humano (cada músculo, cada articulación, cada pensamiento que se pone en funcionamiento). Pienso la danza así, como magia”.

 

EL INTÉRPRETE EN DIÁLOGO

Cada uno de los 18 intérpretes con su respectivo mundo entra en diálogo con sus compañeros y con el director: “El rol más interesante del intérprete es esa disposición; el director me da esto, lo recibo, lo paso por mí y entrego algo nuevo. También el que dirige tiene que estar permisivo para que eso suceda. Es un intercambio. En la medida en que confío más en mí, puedo entregarles mucho más a los bailarines. Traigo una idea, veo qué me devuelven, y dejo que dirijan un poco, les delego. Me gusta jugar con ese límite. Cuando surge una problemática, me quedo en silencio y dejo que traten de resolver ellos antes de entrar a encauzar. El grupo tiene sus fuerzas, sus intenciones, y así se van arreglando las cosas. Hay que soltar al director, que es en realidad un guía de las percepciones del grupo hacia un lugar, más que ‘el que sabe’”. 

Durante el proceso, Fontán propuso que improvisaran y promovió la apertura para compartir los pensamientos inmediatos: “para la escena de ‘conciencia colectiva’, hacíamos un rato de ensayo, parábamos, y yo grababa con el celular un pensamiento que cada uno tenía mientras bailaba. A partir de ese material hice selección de lo más potente para incluir en el espectáculo. Jiva Velázquez, responsable de la música de El mundo…, fue armando la composición (cuando las voces pasan a escucharse en off), que termina dando la sensación de nube porque se escuchan todos los pensamientos superpuestos”. La superposición también aparece en la coreografía y en el uso del espacio, en línea con la multiplicidad o diversidad de estilos y procedencias de los bailarines. Así se pasa de un fragmento tanguero a otro de danza contemporánea, escena que quizás puede convivir con otra de danza urbana. “Es mucha información pero es importante que pueda tener profundidad, perspectiva y relieves para que cada componente del espectáculo tenga su momento”, aclara el director. 

 

EL INTÉRPRETE EN CONTINUO APRENDIZAJE

Federico Fontán egresó exactamente hace 10 años de Taller de Danza Contemporánea. Es decir que él estuvo también del otro lado, fue alumno y está al tanto de muchos procesos que viven los estudiantes: “Yo sé lo que es estar en tercero, sentís la presión de lo nuevo, no tenés idea de lo que vas a hacer después, sentís rebeldía porque toda institución genera eso en uno. Pero el Taller te forma extraordinariamente bien. Estas listo para ir a donde quieras, al Ballet Contemporáneo del San Martín o, en otros casos, te deja en un punto hermoso para hacer otro recorrido”.

El montaje de este espectáculo funciona en sí como una materia introducida ad hoc en el programa del tercer año: “no me planteo propiamente como docente, pero sí tomo la responsabilidad y tengo la confianza de que creando voy a estar enseñando y aprendiendo cómo ponerme en el rol de director y cómo invitarlos a ellos a que potencien su intérprete. Ya no es una muestra de clase, sino que es un producto nuevo, una obra, pero tanto ellos como yo tenemos en cuenta que es un acontecimiento educativo, en términos del acompañamiento (pensar y hablar de las pautas, desarrollar estrategias para virar en situaciones problemáticas)”, explica Fontán. 

Respecto de las diferencias entre cómo era el Taller cuando egresó y cómo es hoy explica que “hay cambios en la formación. La institución te forma mucho a nivel técnico, pero ahora todo es menos rígido. El diálogo entre Norma Binaghi y Damián Malvacio, por el encuentro de generaciones, fue muy productivo en ese sentido”. También se incorporó la enseñanza de otros tipos de baile en la currícula, como las danzas urbanas, corriente que ocupó el lugar que antes tenía el jazz: “no vas a bailar hip hop necesariamente, pero te deja algo en el cuerpo que está bueno”, asegura Fontán. 

Los alumnos  “dan un show”,  en la acepción más básica de la palabra inglesa. Es como si estuviesen diciendo: “les mostramos todo lo que podemos hacer. Atravesamos todo esto para poder ser bailarines, y más”. También tienen la dificultad extra de mostrar de algún modo su intimidad, hablarle al público, interpretar teatralmente. 

Pero en definitiva, más allá de lo metadancístico y lo teatral, El mundo, 18 bailarines, un show se trata del gusto y las ganas explosivas de bailar que tienen estos jóvenes, casi adolescentes todavía, entusiastas y enérgicos. Un poco como expresión de deseo, un poco como imperativo creativo, el coreógrafo declara: “que la obra florezca con esas ganas”. 

 

Autor: Victoria Eandi

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