ENTREVISTA CON MAURICIO KARTUN

LA VOZ ANACRÓNICA DE LA CONTEMPORANEIDAD

El estreno de La vis cómica, su más reciente creación teatral, es la excusa para esta nota que recorre buena parte de la carrera del dramaturgo y director, y culmina con una entrevista donde reflexiona sobre ambas tareas: la de escribir y dirigir teatro.

El estreno de La vis cómica, su más reciente creación teatral, es la excusa para esta nota que recorre buena parte de la carrera del dramaturgo y director, y culmina con una entrevista donde reflexiona sobre ambas tareas: la de escribir y dirigir teatro. 

Hay una entre tantas de las anécdotas que a Mauricio Kartun le gusta contar y es la de su accidentado debut teatral: a los tres años, en brazos de su madre y medio dormido, el futuro dramaturgo no paraba de llorar en una función de El fabricante de piolín, la segunda obra de Carlos Gorostiza. Hasta que Narciso Ibáñez Menta, el protagonista, paró la obra, se acercó a proscenio del escenario de El Nacional para gritar, hastiado: “Si la criatura no se calla, yo no continúo”.  

“Carajo, pensé siempre, qué buen debut: darle un pie nada menos que a Don Narciso”, se ríe Kartun. 

Después vendrían otros recuerdos teatrales que Kartun atesora, como sus objetos y fotografías: los sábados de teatro en familia, el viaje al centro en el viejo Pontiac negro de papá, el cruce por los suburbios desde San Andrés. Comedias y varieté español –el inefable Tronío– que tanto le gustaban a mamá, el teatro de revistas que elegía papá y, cada tanto, algún clásico independiente, al que la rama progre de la familia, el tronco PC, solía convocar. 

En la secundaria fue un alumno más bien mediocre al que los docentes dejaban que leyera o escribiera con tal de que no molestara. Se le daba muy bien la narrativa. Tanto que a los dieciocho ganó un concurso de cuentos de la Editorial Diálogo y su mentor literario barrial, Hugo Loiacono, le aconsejó: “Escribí teatro, pibe, así desarrollás los diálogos, que es lo más debilucho que tenés”. 

Un día encontró un cartelito en la calle Corrientes y empezó a estudiar dramaturgia con Pedro D´Alessandro, en Nuevo Teatro. “La idea era usarlo como práctica literaria. Pero claro, a esa edad las hormonas tienen un poder categórico: en el teatro se conseguían más novias que en la literatura así que agarré para este lado”. 

Y a Kartun le fue tirando la escritura teatral. Como le decían que era imprescindible para la dramaturgia, estudió dirección y actuación con Augusto Boal, Oscar Fessler, y después con Ricardo Monti y Jaime Kogan. 

Chau Misterix (1980) fue su primera pieza verdaderamente importante, manifestación de una dramaturgia propia y madura –aún se encuentra entre las más representadas de su repertorio– a la que le siguieron La casita de los viejos (1982), especie de prolongación de la anterior y Cumbia morena cumbia (1983), ambas escritas para Teatro Abierto. “De mis primeras obras, Chau Misterix es una de mis preferidas”, comenta. “No porque hoy me guste demasiado, sino por su autonomía. Por esa curiosa condición que tienen algunas obras de independizarse de sus autores y empezar a circular solas. Hace tiempo que no se reedita, yo ni siquiera la tengo en la computadora como para difundirla, pero no hay mes en que no reciba de algún lado alguna solicitud de autorización para representarla. Otra es El partener. Ese feísmo gaucho, muy a contrapelo de cualquier moda urbana. Me siento muy representado en mis gustos ahí. La leo y no le encuentro los piolines constructivos, eso está bueno”. 

Su relación con el Teatro San Martín comenzó a lo grande: en 1987, Jaime Kogan estrenó en la Sala Martín Coronado Pericones. Ambientada en El Pampero, un primitivo buque frigorífico que sirve de mercante entre Europa y Buenos Aires, la obra entrelaza ideas y personajes representativos de la historia argentina a través de las voces y acciones de un capitán, un empresario inescrupuloso, indios sometidos, una duquesa, dos profesores, un joven socialista y un actor, obligados a convivir en una nave a pesar de sus diferencias. “Pericones habla de la historia, del socialismo, la utopía y la reiterada traición de una clase a todo proyecto de liberación. Por eso mismo debe ser que me salió así: aleación de El Corsario Negro y La formación de la conciencia nacional. Salgari y Hernández Arregui de nuevo en la biblioteca, y por qué no juntos en el mismo estante”, decía el autor por entonces. 

Su próximo estreno fue en 1988: Rápido nocturno, aire de foxtrot, con Ulises Dumont, Alicia Zanca y Jorge Suárez, en la Sala Casacuberta, dirigidos por Laura Yusem. Una crónica de pobres amantes ambientada en una noche y en un lugar atípico: la casilla de un guardabarrera. Estructurada como un triángulo amoroso, trata del reencuentro de un matrimonio separado en los que ronda, calladamente, el deseo de volver a convivir. Y terminan juntándose en una circunstancia particular: en la presencia del amante de la mujer. En Rápido nocturno, aire de foxtrot, Kartun desarrolla en profundidad uno de los rasgos que definen su poética: la reescritura de la cultura popular y marginal. El lenguaje se vuelve así el verdadero protagonista de la obra.  Para Kartun, se trata de “hacer cosas con palabras viejas. A eso me he dedicado con devoción en todos estos años. Como las fotos, como esos añosos objetos limados por el uso que guardan en su desgaste el ademán mismo de su hacer, las palabras viejas tienen el don de contener, eternamente congelados, a sus propios gestos. En el teatro de texto duerme el sentido de las historias, y más aún: sus sentidos, lo que se siente. Su existencia sensorial. Mezclar desechos. Nunca he hecho otra cosa al escribir mis piezas”. 

La Madonnita, estrenada en 2003 en la Sala Cunill Cabanellas, significó su debut en la dirección luego de tres décadas de dedicarse exclusivamente a la escritura. Y desde entonces, no ha abandonado esa práctica, ya que todas sus obras posteriores fueron dirigidas por él mismo. Con La Madonnita, Kartun se propuso contar una historia de amor, una historia que hablara de lo inasible del objeto del deseo, de detener el tiempo para poder conseguir un amor eterno. 

Escrita en verso remedando formas clásicas, plagada de “humor guaso” y en clave de parodia política, El niño argentino –estrenada en 2006, protagonizada por Mike Amigorena, Osqui Guzmán, María Inés Sancerni y Gonzalo Domínguez en la Sala Cunill Cabanellas– se inspira en una costumbre real y emblemática de la clase ganadera argentina de principios del siglo XX: enviar un gaucho acompañando a la vaca que alimentaba a toda una familia en los barcos con destino a Europa. El “niño” al que alude el título es el típico hijo crápula de una de estas familias y, en esta historia, será el vértice de un triángulo amoroso, completado por la vaca y el gaucho. Este último, por su parte, dejará atrás poco a poco su ingenuidad al descubrir el gran secreto del poder: la traición. 

En 2011 llega el turno de Salomé de chacra, “una trasposición guasa y a la pampa del relato, los personajes y la mítica de aquella leyenda bíblica”, según el autor. “Un auto profano representado por ánimas, en la tapera en ruinas de lo que alguna vez fue una propiedad. Una rural, eterna y ceremoniosa representación de la creencia”. El elenco estaba integrado por Manuel Vicente, Osqui Guzmán, Stella Galazzi y Lorena Vega, sala Cunill Cabanellas. “Una chacra allá en los tiempos viejos. Herodes, propietario, enseña democracia con rigor cívico a un ácrata al que mantiene encerrado en aljibe seco. Cada noche, desde el pozo, el libertario clama su verdad en el desierto y, con la prédica del precursor, sueña un orden nuevo para la peonada. El pampero sopla su mal augurio. Ese ensangrentado día de carneada, de faena, y entre chacinados, Salomé, hechizada con la voz, con la palabra, sueña con poseer alguna vez esa boca. Cochonga, su madre, añorante del orden viejo, sueña con la cabeza completa. Herodes, su padrastro, sueña con un bailecillo de la niña, el Gringuete, peón infaltable, ama a esa niña en criollo silencio. En la pampa la tragedia es una ristra de sueños. Una máquina de hacer chorizos”. 

Desde de Salomé…, y durante casi una década, Kartun no estrena en el San Martín. Mientras, en el Teatro del Pueblo provoca ese fenómeno teatral que es Terrenal. Pequeño misterio ácrata, ya a estas alturas un clásico que, estrenado en 2014 en el Teatro del Pueblo, lleva seis temporadas de éxito 

Ahora regresa nuevamente a estos escenarios para estrenar su más reciente creación. La vis cómica, que gira en torno a las desventuras de una compañía teatral española que llega a Buenos Aires en la época del Virreinato. Encabezada por un comediante un tanto mediocre conocido como Angulo el malo (Mario Alarcón), acompañado por Doña Toña, su mujer (Stella Galazzi), Isidoro, el dramaturgo (Luis Campos) y Berganza, el perro y fiel compañero (Cutuli), la compañía aspira a encontrar un espacio donde representar sus obras. Pero pronto advertirán que deben enfrentarse al poder de turno y que los artistas competidores no son otros que los voceros del Virrey.

“La verdad es que cabezas como la mía, que cargan con mucha antigüedad, trabajan por acumulación de los restos, como el río que se va retirando y va deja un sedimento”, aclara Kartun. De esos sedimentos quedó en principio la idea de trabajar con cómicos españoles. “Fue un proyecto pergeñado –yo digo hace 25 años pero quizás, seguramente son más–, con el grupo El Teatrito: Claudio Martínez Bel, Jorge Suárez, Alicia Muxó y otros. No prosperó pero estuvo dando vueltas en mi cabeza durante mucho tiempo: unos cómicos españoles que quedan varados en América y terminan representando para los indios. Esa era la imagen inicial. Una compañía que representa su arte a la barbarie. Y cómo ese arte es contaminado por la barbarie, qué hace la barbarie con la civilización”. 

Esa idea nunca prosperó pero permaneció en el archivo de Kartun. Algunos años después, el Centro Cultural de España en Buenos Aires tenía por delante un aniversario de Cervantes y pensó en un proyecto con sus Novelas Ejemplares, en el que trabajaran autores argentinos y españoles. Kartun se entusiasmó con la idea pero ninguna lo enganchaba teatralmente, “hasta que releí el Coloquio de los perros y me encantó la idea de dos perros abandonados que hablan de su condición de tales, de lo que significa ser perros callejeros”, apunta. “Uno de ellos tiene un dueño que es artista callejero y pasa a ser perro de un poeta, de un poeta malo, horrible. Ese perro cuenta cómo acompaña a su amo poeta a visitar a una compañía de teatro, la compañía de Angulo el malo, a la que le va a leer una obra. El perro confiesa que a medida de que su dueño va leyendo la obra todos se duermen o se levantan y se van yendo, hasta que quedan sólo el perro y él. El perro, en parte, justifica al público, “porque la obra es tan mala que parecía escrita por el diablo”. Y esa situación, de una compañía con un autor sin éxito –el perro, en un momento, dice una cosa hermosa: “tenía las musas vergonzantes”, le daba vergüenza escribir–, la vinculé con aquella vieja idea de escribir sobre el teatro en tiempos del virreinato, porque sentí que ahí había una obra. Entonces fueron apareciendo la llegada de los españoles a Buenos Aires, la relación con el virreinato y la búsqueda de un público que pueda sostener esa muestra de civilización en medio de la barbarie de aquel Buenos Aires: una ciudad que era una tierra de contrabandistas. Pero no terminó de armarse porque el Coloquio de los perros ya lo había elegido antes un autor español”. Sin embargo, el germen de La vis cómica ya estaba allí… 

“A veces es difícil de entender, pero uno termina “habitado” por lo que imagina”, dice Kartun. “Cuando imaginás algo quedas habitado, eso queda dentro de vos. Y cuando aparece una imagen afín termina de completarse: se arma como una especie de rompecabezas. El año pasado el San Martín me pido una obra y yo tenía otro texto que lo tengo terminado hace años. Pero quería hacer algo nuevo, que es lo que a uno lo calienta. Escribir una nueva situación. Y retomé con prudencia el material del Coloquio de los perros. Apareció la posibilidad de jugar con una convención por la cual ese lenguaje anacrónico, difícil, tremendo de Cervantes, podía jugarse con cierta ironía. Pero no sabía si iba a funcionar. Lo intenté, me salió y le di para adelante”.

–¿Cómo comienza, por lo general, a gestarse esa obra de la que ya tiene la idea inicial, como en este caso?
–Trabajo siempre con el mismo procedimiento: lo primero es encontrar los fragmentos que le den vida al material, eso que en la jerga llamamos “acopio”. Uno junta material, por así decirlo, con cierto “farolito”, material laburado, que tiene atractivo singular en lo poético. Eso se junta y con eso se arman ideas, pedazos de diálogo, cosas que quizás sucedan en algún momento. Cuando tengo suficiente acopio de material, ya sé que puedo empezar. Y empiezo a probar. Hasta que siento que se arma una energía. Escribir es igual que actuar y que la mayoría de las artes: no tiene otro secreto que no sea el de crear una energía, subirse arriba y viajar en ella. Es así. Y lo llamamos “inspiración”, “estado alfa”, “estro poético”, “me bajó el ángel”, “llegaron las musas”, o lo que a uno se le ocurra. Pero no es otra cosa que entrar en un estadio de fluir acrítico y para eso necesitás una energía que te arrastre. Cuando la encontrás, simplemente de lo que se trata es de subirse y tratar de manejar el carro para que no se te caiga, no se te desbarranque. Pero ahí ya tenés el empuje. Encontré que había una fuerza muy grande que empujaba esta obra, me di cuenta de que hablaba de algo que a mí me perturbaba mucho, que es la relación de los artistas con el poder, la degradación de los artistas en ciertas zonas de contacto con el poder, enfrentados unos con otros y destruyéndose en busca de apropiarse de ese lugar de poder. 

–Y así le encontró la voz contemporánea al material... 
–En esa mezcla entre la voz anacrónica que es la de la forma, y la voz contemporánea, que es lo que para mí dice hoy la obra, se armó la energía y la escribí de un tirón. Fue un viaje de un mes de laburar todos los días. 

–¿Puede pasar de estar trabajando con un material y que se termine la nafta, por así decirlo?
–Sí, por supuesto, pasa todo el tiempo. Continuamente estoy empezando con materiales que arrancan con una determinada energía y... la metáfora de la nafta es perfecta: arrancás con el tanque lleno y crees que te va a alcanzar para cruzar la Cordillera y un día te das cuenta de que te quedaste en el medio de la nieve, cagado de frío, calentándote las manos en un fueguito. Sí, me ha pasado mucho. Tengo el archivo cargado de libretitas por la mitad. Eso pasa mucho. Es muy común. Con el tiempo te resignás y aceptás la hipótesis de que el trabajo del escritor es escribir y no terminar obras. Terminar una obra es una circunstancia fortuita y feliz. Cada tanto terminás una obra y ese día brindás y comés rico y tenés esa sensación de que te volvió a pasar una vez más. Pero hasta tanto, quedás mucho varado. Y si eso te deprime o te decepciona, no volvés a juntar fuerzas para seguir. Por eso lo acepto de una manera muy resignada. Laburo, laburo, laburo y, de repente, digo: “uy, no pasó nada”. Cierro y pienso que, a lo mejor, apostando a algo que me pasó hace tiempo, a lo mejor se destraba y vuelvo a trabajar sobre eso. Me resigno, me doy un tiempo para limpiar la cabeza, le doy una baldeada al imaginario, y dejo que entre algo nuevo. 

–¿Cuál es el síntoma de que se empantanó?
–Cuando empezás a hacer fuerza para empujar el coche y nada, te das cuenta de que no se está moviendo. Le estoy poniendo algunas palabras a los personajes para que la obra vaya hacia algún lado y de pronto relees y te das cuenta de que todo lo hiciste forzado. No es orgánico, le falta el impulso de la energía de la que hablaba antes. Fluir versus pensar. El arte no es el resultado de un pensamiento aplicado a la creación sino a la inversa. Es una creación que construye pensamiento. Escribir es una forma analógica del pensamiento. Pero pensar es un acto fluido. Cuando vos dejas de fluir lo que hacés es trabajar con el prejuicio. Literalmente. Con todo lo que ya tenés juzgado. Y empezás a poner palabras inteligentes, a especular. Y cuando lo lees, ves la diferencia. Es la misma diferencia de bailar cuando estás entusiasmado o cuando te arman una coreografía en cinco minutos y te sentís un pelotudo. Cuando bailás en una fiesta, aunque no bailes bien, entrás en un estado en el que eso que estás haciendo es bailar. 

–Hace un rato hablaba de que tiene libretitas a medio empezar… ¿Cómo es el procedimiento físico de su escritura? ¿Escribe siempre a mano?
–Escribo a mano porque yo fluyo a mano. Una vez más aparece el concepto de fluir: fluyo a mano ya que soy nativo manuscrito. Para mí, la mano y la imaginación se coordinan. Aunque escribo muy mal, mi letra es horrorosa, la entiendo solo yo, y a veces ni siquiera yo. Y siempre estoy volviendo para atrás. Pero me permite una especie de acto gráfico, que es vincular la cabeza con una forma en la mano. Por supuesto, apenas lleno un par de cuartillas, las releo y las corrijo, eso se vuelve un galimatías, algo absolutamente ilegible. En ese momento tengo que empezar a pasarla al ordenador. A la noche me siento y lo paso en limpio, hago una nueva corrección, y recién cuando lo veo en pantalla puedo hacer el gran mecanismo de corrección en el teatro que es leerlo en voz alta. El teatro se corrige leyendo en voz alta. Ya lo tengo en pantalla, lo imprimo y al otro día puedo leerlo voz alta y ahí empiezo a sentir si suena o no suena. Si se adapta a la boca o no. Y cuando no se adapta, empiezo a buscar otras formas, otras palabras, una sintaxis o articulación diferentes. 

–Lleva su tiempo…
–Sin dudas. La escritura tiene un tiempo que es el de tu cabeza, que es el de la naturaleza. No puede apurarla a la escritura, no sirve. Es lo mismo que apurar a un actor para que saque una escena, no podés. Claro que a veces uno entra en cierto vértigo: “¡tengo que terminarla porque la semana que viene voy a tener poco tiempo!”. Cuando me gana ese vértigo y estoy en una velocidad que no es la natural, me armoniza ir a zonas de tiempos naturales como son las plantas: saco una maceta, la trasplanto, veo cómo crecen los gajos. Es una armonización natural, no tiene nada de metafísico. Y así trato de entrar en contacto con tiempos humanos. Todo esto tiene que ver con aceptar la hipótesis de la parsimonia, la administración de la energía cerebral. A alguien que vive en un ritmo forzado por los demás, le resulta muy difícil entenderlo. Porque tenemos horarios, porque tenemos agenda. Cuando te dedicás a esto, aceptás que en todo caso la única posibilidad es crear, dentro del tiempo profano, una isla de tiempo sagrado. Y que ése es un tiempo distinto, al que no les corresponde las generales de la ley, de las agujas del reloj. 

–¿Hay otros rituales a los que echa mano?
–Caminar es otro de los mecanismos que utilizo para crear. Para La vis cómica me faltaba la última escena, que es la más complicada de toda obra. Y caminando, que es otra cosa que me armoniza mucho, apareció el final. Salgo todos los días con el cuaderno dentro de la mochila y cuando aparece, me siento en una plaza o en un bar. Verdaderamente toda la escena final fue escrita así, deambulando entre Villa Crespo y alrededores.

–¿Cuáles son las características distintivas en la forma de La vis cómica? Más allá de cierta crítica de las relaciones entre el mundo del arte y el poder
–Busco que el material siempre tenga una conexión contemporánea pero que nunca resulte alegórico. Siempre creí mucho en el poder de las metáforas, de lo poético. Creo en la eficacia de aquello que el público comprende sin entender del todo. Me parece que los guiños son más dirigidos al mundo del teatro. En el campo de la política traté de que la obra sea más evanescente, más evaporada. Porque donde aparece una conexión, cierra todas las demás posibles. Obliga a que alguien lea la obra como si fuera una especie de parodia política sobre la realidad y le cierra la posibilidad a que se abra a cosas más profundas. O más generales y no necesariamente profundas.

–¿Cómo fueron apareciendo los actores que le dieron carnadura a los personajes?
–Había empezado a pensar en los actores mientras terminaba de escribir la obra. Habían aparecido estos mismo cuatro, porque con todos tenía muchas ganas de trabajar. Salvo con Stella Galazzi, con quien había trabajado en Salomé de chacra, con los demás es la primera vez. Stella es una actriz notable con la que verdaderamente siento que nos encontramos en la manera de hacer teatro. Es muy trabajadora, a veces sin texto: como en el fútbol, juega sin la pelota... y eso es extraordinario. Con Luis Campos, a quien había llamado alguna vez para un reemplazo en otra obra, me habían quedado ganas de laburar. Con Cutuli tengo una relación de mutua admiración que viene desde los ochenta, de su época de artista de variedades y siempre tuve la sensación de que había que encontrarle el papel justo. Cuando nos encontrábamos, siempre nos preguntábamos: “¿cuándo laburamos juntos?”. Y se armó. Y después está Mario Alarcón, que es una especie de monstruo. Mario trabajó en obras mías como Cumbia morena cumbia, en Teatro Abierto, y luego en Sacco y Vanzetti. Pero yo no lo había dirigido nunca y tenía muchas ganas. Siento que es un actor con un grado de madurez sorprendente, alguien quien puede aplicar su gran experiencia de una manera suelta, espontánea y sin ningún divismo. Y siempre abierto a jugar a lo que le propongan, de buen humor. Extraordinaria experiencia la de trabajar con Mario.  

–Desde que comenzó a dirigir sus propios textos, ¿qué cambió para usted como autor y para las propias obras?
–La pasión que provoca el dirigir tiene que ver con encontrarte con la sorpresa. Heiner Müller decía que el director sólo hace cosas interesantes cuando no sabe muy bien qué está haciendo. Y mí me parecía una reflexión medio farolera, como una especie de exaltación del trabajo inconsciente. Hasta que descubrí que no se trata de eso: lo que dice es extremadamente cierto. Cuando el director hace lo que ya sabe que va a hacer, en general se transforma en lo que llamamos “director de tránsito”: “vení para acá”, “corré para allá”, “estacioná”. Como un puestista o régisseur, es el tipo que trabaja pensando en una hipótesis plástica por sobre encima del descubrimiento que le propone el actor. En cambio, cuando uno va hacia lo desconocido, cuando se mete en un universo que no conoce, tiene que tomar decisiones todos los días. Te obliga a ir armando el rompecabezas. Pero la sensación es que, cuando termina, ese acto de riesgo devino en originalidad. ¿Puede salir mal? Puede salir mal, no es una receta infalible. Pero la verdad es que de lo único que el espectador puede sorprenderse es de aquello que primero te sorprendió a vos. Crear circunstancias en las cuales uno pueda sorprenderse. Aceptar que cada actor trae un universo expresivo nuevo y ensayar para que pueda aparecer. Dirigir significa ingresar en un estado de incertidumbre muy grande. Y el trabajo del creador es la incertidumbre. 

 

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