SOBRE MANUEL PUIG

LOS SUEÑOS TRÁGICOS DE LA CLASE MEDIA

Testigo privilegiado de una “edad de oro” promocionada por el cine, el radioteatro y las revistas del corazón, Manuel Puig supo asimilar distintos elementos de la cultura popular para plasmar una obra única y personal. En esta semblanza, trazada por el escritor y crítico Ernesto Schoo a propósito del estreno de Boquitas pintadas en 1997, se descubre, más que al escritor de culto, a un verdadero cronista de su tiempo y retratista inflexible de una clase paradigmática de la Argentina.

Por Ernesto Schoo

A mediados de los años sesenta, Manuel Puig irrumpe en la literatura argentina como un caso original que despierta tantas adhesiones como rechazos. Estos últimos le disputan legitimidad literaria: Puig no proviene de ninguna fuente convencionalmente reconocida. No pertenece a ningún grupo o secta, no lo ampara ninguna publicación y, en una sociedad que comienza a estar fuertemente politizada, tampoco puede ser adscripto a partido alguno, de izquierda, de derecha, o de centro. Sus fuentes culturales se oponen a lo aceptado: su genealogía artística soslaya —aunque la posee— la prosapia europea y ni siquiera incurre en la imitación de la novela negra norteamericana, favorita de los escritores jóvenes de la época (Manuel ronda por entonces los treinta años). Sus antecedentes son el radioteatro (la voz lacrimosa de Carmen Valdés en Una mujer en busca de la felicidad; la desaforada imaginación de Héctor Bates en sus libretos para El León de Fronde), las revistas que hacen del espectáculo y de los medios un romance irrefrenable —Radiolandia, Sintonía—, las del corazón (Rosalinda, Maribel), y el cine argentino en su veta folletinesca y popular.

El medio literario porteño recibe a Puig con recelo. Vuelve de varios años de residir en Italia —su pasión por el cine lo Ilevó a ser becario del Centro Sperimentale di Roma y a trabajar en Cinecittà— y en Nueva York, donde fue empleado de Air France. Trae bajo el brazo una novela editada en España, La traición de Rita Hayworth, y los borradores de otra que será su obra maestra, Boquitas pintadas. Más lejos en el tiempo queda su nacimiento en General Villegas, provincia de Buenos Aires, y los años de infancia y adolescencia transcurridos allí, en la atmósfera quieta y reprimida de una pequeña población creada como mojón de la red ferroviaria en medio de la llanura interminable. El único alivio de la monotonía es la pantalla del cine, cuya magia transporta al pequeño Manuel, tan sensible que no se le escapa el menor matiz de conducta de su familia y sus vecinos, y a su madre, la bella e imaginativa Male, al mundo donde se vive la única vida verdadera, la de las pasiones frenéticas y los secretos terribles, la de esas mansiones con escalinatas para que por ellas baje Zully Moreno vestida por Jaumandreu o por Ferngó, con teléfonos blancos y mucamos ceremoniosos y entrometidos. 

Es la parodia de esa “alta sociedad” porteña, lujosa, inalcanzable, reflejada en las fotografías de El Hogar y Atlántida. El frac, la araña de caireles, el vestido de raso y tul sembrados de brillantes, la “voiturette” convertible, las cabalgatas matinales por los bosques de Palermo, los bailes, los cócteles, son la fiesta perpetua propuesta como modelo a la pequeña burguesía de provincia. Nadie como Manuel Puig ha reflejado ese doloroso anhelo de ascenso fijado en la imaginación popular por el mito de la edad de oro de la Argentina. Nadie, tampoco, ningún otro escritor local, ha acompañado esa observación profunda, con un ácido más corrosivo. Tras la radiante sonrisa de Manuel, su trato benévolo y delicado, su sentido del humor, se esconde la crueldad: sus protagonistas se equivocan siempre, se fían de apariencias y son decepcionados, invariablemente, por una realidad inexorable. 

Así, Toto en La traición... consuma una perfidia que en realidad se volverá contra él; en Cae la noche tropical, dos ancianas espían a sus vecinos y les imaginan vicisitudes por completo ajenas a las verdaderas; en Boquitas pintadas, Nené ignora que sus cartas son leídas y contestadas por quien menos debería conocerlas. Boquitas pintadas es, se dijo, la obra maestra indiscutida de Manuel. En los años veinte, Benito Lynch describió la auténtica vida rural de la provincia de Buenos Aires, a distancia de las efusiones idealistas de Ricardo Güiraldes. Hacia la misma época, Roberto Arlt emprendía la indagación del lumpenaje porteño y de las clases medias en vías de descomposición. Dos decenios después, Julio Cortázar sería el incisivo pintor de la pequeña gente de la gran ciudad, con páginas de sarcasmo feroz. Puig se diferencia por completo de ellos y de otros, como Manuel Gálvez o Bernardo Verbitsky. Su visión de la burguesía bonaerense es única, por la hondura, la compasión (relativa, ya se dijo) y el sentido del humor. El cual, al contrario de lo comúnmente sostenido, no es paródico sino fiel a una cursilería esencial, trágica acaso, nacida del contraste entre las aspiraciones y las posibilidades. Juan Carlos, Nené, Mabel, son víctimas de una ilusión sin ningún cable a tierra; y los únicos personajes capaces de subsistir en la dureza cotidiana y de enfrentarla con lucidez, son la Raba, la más humilde y oscura del pueblo, la sirvienta testigo de los delirios y las mentiras de sus antiguos compañeros de colegio, y la Viuda, que amó de verdad a Juan Carlos tal como era y no como deseaban Nené y Mabel. Tras dificultades con la censura a raíz de la publicación de The Buenos Aires Affair, una de sus novelas menos felices, en 1973 Manuel Puig se fue a vivir al Brasil, primero, y después a México, donde hallaría prematura muerte por complicaciones derivadas de una simple operación de vesícula. Diestro en relaciones públicas y en una promoción que su talento sin duda merecía y exigía, alcanzó notoriedad internacional con las traducciones de Boquitas... y con la versión cinematográfica (por él detestada) y el posterior musical de El beso de la mujer araña. En los últimos tiempos, sus compatriotas, sobre todo los jóvenes, han instalado definitivamente a Puig como autor de culto, una ineludible referencia en la historia de la literatura. No sólo en la literatura. Su agudeza de visión, su experiencia y su don para captar los lenguajes de muchas clases, lo acreditan como un cronista de su tiempo y como un analista riguroso e inflexible de las conductas de sus compatriotas. 

 

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