ALEJANDRO CERVERA, COREÓGRAFO Y DIRECTOR DE MACBETH

OTRAS CORPOREIDADES

Sobre el cuerpo, el poder, la política y la cultura, charlamos con este notable maestro de la danza en Argentina en un alto de los ensayos de Macbeth.

FOTO: MANUEL POSE VARELA

 

 

Sobre el cuerpo, el poder, la política y la cultura, charlamos con este notable maestro de la danza en Argentina en un alto de los ensayos de Macbeth.

Alejandro Cervera recuerda la impresión que le causó la retrospectiva a Carlos Alonso en el Museo Nacional de Bellas Artes. En Manos anónimas por ejemplo, una instalación de Alonso de 1976 recreada este año para esa retrospectiva, vemos en el mismo plano un cuerpo social faenado y desmembrado, parte de un cuerpo individual desaparecido, y la institución castrense incólume, metida en el living de una casa. Casi a la vuelta de la democracia, en 1983, la obra Dirección obligatoria del propio Cervera mostraba un flujo de gente que no modificaba ni su rutina  ni la ruta de su camino hasta que alguien irrumpe en dirección contraria. Son imágenes convulsas cuya pregnancia se instala en el cerebro, como ciertas ideas que solamente instala el arte para siempre. La idea de montar una obra de danza con Macbeth atravesó la carrera de Alejandro Cervera y se convirtió en un concepto rector, en la sinécdoque perfecta para nombrar los abusos y desmesuras del poder. 

 

–¿Cómo se propone un Macbeth para la danza?

–Tengo dos caminos para explicar la propuesta, un camino corto y un camino largo. El camino largo me parece más interesante. Expliquemos ese. Hace muchos años, pero muchos años, yo era maestro en un ejercicio que hicimos en el taller de Danza del San Martín, taller del que fui maestro de música para bailarines hasta el año pasado. Era un ejercicio de timbres, donde los bailarines tenían que traer objetos no necesariamente de la vida cotidiana, pero que debían tener una determinada sonoridad. Entonces propuse buscar una obra y, con esa obra elegida, los alumnos debían sonorizarla. La obra fue Macbeth, por la gran cantidad de alternativas que tiene. Yo la había leído, además, porque por esos años Alfredo Alcón hacía el Hamlet en este teatro. Fue una época shakesperiana esa, y de gran amistad con Alfredo. En ese ejercicio pues hicimos una serie de escenas que los alumnos montaron e interpretaron, y en las que ejecutaron los sonidos que las acompañaban. El ejercicio salió muy bien. Ana Itelman, que entonces era colega, me dijo que debía hacerlo con un ballet porque funcionaba muy bien. Me quedó esa idea, y mucho más los consejos de Itelman. La obra recién vio la luz en el 2016 cuando Patricia Sabbagh, directora del Ballet Contemporáneo de Tucumán, me pidió una obra para el bicentenario. Como estaba trabajando con los cordobeses sobre otra obra para el bicentenario, que no se hizo, le propuse Macbeth por su criterio político, porque habla sobre el poder y la ambición, algo que en contexto podría funcionar. Patricia me dijo que sí, y apareció el antecedente directo de esta propuesta que presentamos acá y que se basa en aquellos ejercicios. Este Macbeth presenta las escenas que me parecen, narrativa y escénicamente, más potentes, y que se pueden adecuar al movimiento, a la espacialidad, y que sonoramente se apoya en cuatro percusionistas que ejecutan instrumentos en vivo sobre una pista de material grabado, compuesto por Zypce. Entonces tenemos por un lado cuerpos, el espacio, una escenografía de Laura Copertino que trabaja sobre la idea del brutalismo arquitectónico, ese estilo de gran peso, monumental, casi fascista. Y el vestuario de Julio Suárez transita también un poco cierta brutalidad, porque la obra no está puesta en ningún período exacto; son unos soldados un poco pobres, un poco salvajes, las armas son abstractas, esos palos que estaban recién ahí tirados. A mí lo que más me interesa de Macbeth es esa idea sobre la locura por el poder, sobre la ambición desmedida, que nos resuena en este momento a los argentinos y al mundo en general, porque el poder, hoy, tiene que ver con situaciones de gran violencia. El tema de la política es un tema que siempre me interesó. Además del arte, de la música y la danza, estudié sociología en los años más duros del país, en los '70, en la Universidad de Buenos Aires, así que siempre creí que el poder es la variable con la que se puede medir la circunstancia social de un pueblo.

 

–¿Qué diferencias hay respecto de la puesta que hizo en Tucumán?

–Hay muchas diferencias, muchas. Por empezar tengo más bailarines, tengo más espacio, tengo más producción, y tuve mayor tiempo de montaje. La obra estructuralmente, la selección de las escenas, es la misma, más un par de escenas que inventamos y desarrollamos. Una es la escena de la llegada de Duncan, donde los que antes eran soldados se transforman en cortesanos, por decirlo de alguna manera. Y por otro lado la escena del asesinato de Banquo, donde traté de acercarme un poquito más a ese clima de terror del que habla Shakespeare, con desapariciones, asesinatos, torturas, que aparecen gráficamente en la pieza. Y en el final, en Tucumán, teníamos a Fleance, un niño, el hijo de Banquo, y acá tengo un Fleance que es un joven. Han pasado tres años, han pasado muchas cosas, y me pareció que también este hijo de Banquo toma otra decisión con respecto al poder, que no es a la que estábamos asistiendo en 2016. Las obras también cambian, con uno y con los tiempos. 

 

–¿Hay diferencias de mirada, de criterio, de concepción, en los artistas del interior respecto de los de Buenos Aires?

–No, no. No. En mi experiencia, que es bastante, trabajé mucho en el interior. Soy un coreógrafo federalista. Me une mucho a ellos el coraje, la decisión, el empuje que tienen estos directores de compañías del interior, que luchan contra viento y marea, como es el caso de Patricia Sabbagh en Tucumán o de Mariela Alarcón, en el Ballet Contemporáneo del Chaco. Llevan adelante sus compañías con mucho esfuerzo. Y yo me siento muy identificado con eso, y soy un hombre que se adapta a las circunstancias. Por eso digo, en el San Martín pido determinadas cosas porque sé que en Tucumán no las puedo pedir, pero también me gusta adaptarme a esas carencias, presuponen un reto. Me sirve esa pasión que a veces hay en los teatros, no solamente de los artistas sino también de los técnicos, esa cercanía que después extraño. Acá Macbeth será una pieza más de las muchas que se hacen, en cambio a veces en el interior es la obra en la temporada de ese año, y todas las miradas, y todos los suspiros, y todos los alientos, están puestos ahí.

 

–¿La danza también puede ser un hecho político, aún en esta época?

–Yo le preguntaría a usted por qué todas las acciones de todas las personas, aún en esta época, son hechos políticos. Creo que es algo insoslayable del cuerpo social. Los hechos de las personas, las decisiones que uno toma, tienen trascendencia cuando accionan sobre una institución pública, sobre un grupo. Las decisiones que uno toma respecto a un determinado teatro también. La cultura es básicamente un hecho político. No solamente lo que uno hace como artista sino lo que uno puede generar en el caso de la administración cultural. Eso es claramente un hecho político. La danza tiene algo que quizás sea dificultoso en su material en sí, porque la danza tiene una abstracción que el teatro de prosa no tiene. El teatro de prosa plantea enunciados que la danza no se puede enunciar. La danza trabaja sobre un universo mucho más abstracto, un universo de grandes tópicos. La danza trabaja sobre el amor, sobre la felicidad, sobre el dolor, sobre la condición humana. En cambio en el teatro, como en todas las artes donde interviene la palabra, porque la palabra tiene un sentido unívoco, la especificidad es mayor. De todas maneras creo que ese planteo más abstracto de la danza también puede ser una actividad de reflexión, que es lo que yo me propongo. Porque me sale también, no porque me lo proponga así nomás. Dirección obligatoria es el caso más neto. Cuando yo hice esa pieza, Kive Staiff me dijo ¿vas a hacer esta obra?, yo le respondí que haría esa obra porque no podía hacer ninguna otra obra en este momento. Después de la dictadura, después de la guerra de Malvinas, con esa democracia incipiente y débil que estábamos viviendo, lo único que podía hacer era ese relato, un relato de la sensación que tenía frente a la historia de los últimos años del país. Me parece que viendo mi producción, como Tangos golpeados, como Eva y ahora Macbeth, es una producción que está ligada a una cierta línea de pensamiento y de trabajo.

 

–¿Hay algún tipo de reflexión sobre cómo le puede impactar Macbeth al público?

–No, no sé. Digamos que es una obra que habla sobre lo sangrienta que puede llegar a ser la ambición. Yo creo que Shakespeare lo pone sin tapujos, y lo pone en un lugar muy explícito. Macbeth está inundada de sangre, de muerte. En el Siglo XXI esta violencia aparece de otra manera. Yo pienso en la violencia de los medios, que también están dirigidos y al servicio de determinados sectores del poder. Y también son violentos. No nos manchan con sangre como en Macbeth, pero sí nos queman la cabeza, nos llenan de informaciones falsas. Y las redes sociales, que también son violentas en la medida en que son tan adictivas. 

 

–En una entrevista usted dijo que comenzó a bailar muy viejo y dejó de bailar muy joven. ¿Cuánto dura la vida activa de un bailarín actualmente?

–Los bailarines bailan más, porque en general la gente baila más, y porque la idea de la danza se ha hecho más flexible. Los requerimientos son distintos a los que había en otras épocas, cuando había que dominar técnicas duras y difíciles de aprender. Y también yo creo que ha cambiado el concepto de lo que es el cuerpo y también el concepto de lo que es bailar. La idea de determinados físicos, el paradigma del bailarín bello, joven, se está dinamitando un poco. Ya no todos los cuerpos son cuerpos longilíneos, también hay espacio para otras corporeidades. Y también, consecuentemente, para otra idea del tiempo en el cuerpo. Entonces uno ve bailarines jóvenes pero también ve bailarines más viejos, en obras como Qué azul es ese mar de Eleonora Comelli. Eso significa que los bailarines pueden estar activos mucho más tiempo en su vida. En las compañías oficiales hay un cierto paradigma y cierta necesidad de dominio de la técnica y de presencia física, que hace que un bailarín que a lo mejor ya está grande se jubile, pero los bailarines que bailan en solitario pueden bailar más tiempo. Entonces también en las artes hay como un corrimiento con respecto a los límites y con respecto a cuándo uno está bailando o actuando. Creo que todo esto tiene que ver con los grandes cambios que se dieron en el concepto de la danza a partir de los '60 y de los '70. Mucho se dio a partir de Pina Bausch, que fue una mujer que saltó de la coreografía al concepto de la teatralidad, que ya estaba adentro, que ya estaba en esa génesis del expresionismo. El expresionismo estaba justamente deseoso de acercarse a esa idea que sale de la abstracción. Yo también me siento cercano a esa línea, quizás porque mis grandes maestras fueron Ana Itelman, Renate Schotellius, Ana María Stekelman, que estuvieron justamente tan cerca de la línea más teatral. 

 

–¿Qué tipo de escenario merece la danza de cara al futuro?

–Yo creo que la danza va ganando espacios. Lo vemos en el Complejo Teatral, lo vemos acá, digamos. Lo vemos en los festivales. Para darle una respuesta concreta, y un poco pedestre, yo creo que a Buenos Aires todavía le falta el teatro de la danza. Todavía Buenos Aires no tiene un teatro para la danza, porque la danza tiene requerimientos que otras artes no tienen. Tiene que tener un piso diferente, tiene que tener un espacio determinado, tiene que tener una iluminación precisa, y tiene que tener unas visuales que no todos los teatros tienen. Un bailarín tiene que ser visto desde lo más alto de su salto hasta lo más bajo que vaya al piso, y se tiene que ver, porque todo eso tiene que ver con su discurso y con su expresividad. Yo creo que es así. Creo que también la danza tiene que tener un espacio, y un tiempo, y una programación central.

 

 

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