Trabajos de amor
Mientras ensayaban la pieza del español Alfredo Sanzol que ahora se presenta en el Cine Teatro El Plata de Mataderos, una de las parejas más emblemáticas de la televisión argentina de los ochenta reflexiona sobre el oficio del actor y su trascendencia más allá del escenario
Por Carlos Diviesti
Puertas adentro del teatro, previo al estreno de un espectáculo, por lo general la escena que puede encontrar el visitante es muy similar a la de una casa en construcción. La ternura, con todos sus romances y todos sus equívocos shakespearianos, no es la excepción a la regla. Los técnicos circulan por la sala del Cine Teatro El Plata mientras los asistentes de escenografía arman objetos que luego tendrán una forma definida. Y de alguna manera, ser testigo del armado de un dispositivo teatral desde la platea, tan raro de presenciar como espectadores, da la pauta de por qué se dice eso que “el teatro es un hecho vivo”. Y si se observa todo ese andamiaje junto a dos de los constructores de la escena, se comprende mejor por qué, puertas adentro, la magia del teatro no es más que puro trabajo.
“Yo provengo de una familia teatral –confiesa Cristina Alberó–. Alberici, mi papá, aunque nunca tuvo un teatro fue productor y empresario. Y mi tío Francisco Gallo, hermano de mi mamá, fue el dueño del teatro Astral y creador de Espectáculos Gallo. Teníamos el palco número cinco del Astral, íbamos con la familia, con mi vieja, siempre con amigos invitados. Y eso me parece fantástico, porque así es como se van creando nuevos espectadores”.
“Fíjese que con esto de pertenecer al mundo del teatro –interviene Antonio Grimau–, cuando egresamos del curso de Juan Carlos Gené, mi maestro, salimos con un concepto que todavía tengo adentro, muy metido: todo trabajo debe hacerse con dignidad y ningún material es para despreciar si se lo encara así. Gené nos repetía que lo indigno sería no vivir de la profesión. Siempre tuve presente que el objetivo, la prioridad, debía ser vivir de la profesión”.
“¡Claro, claro! –intervine Alberó– Cuando empecé a trabajar me prometí a mí misma que, si a los veintiún años no podía aportarle a mi vieja para el alquiler, entonces iba a estudiar otra cosa, sería abogada. Siempre quise vivir de mi trabajo”.
“En todo caso, vos lo tenías más claro. La decisión de ser actor profesional o estudiar otra cosa y cambiar de rubro, no entraba en mi horizonte. Estaba recién casado, con todos los compromisos que implica una pareja, los gastos y, en fin, la vida, vivir…”, se confiesa Grimau.
Antonio Grimau y Cristina Alberó, Cristina Alberó y Antonio Grimau, entre 1980 y 1981 vivieron quinientos diez días, de cuatro a cinco de la tarde, en las casas de la teleaudiencia de Canal 9 con dos novelas que aún recuerdan quienes peinan canas y también quienes se quedaron sin pelo (como es el caso de este cronista). Trampa para un soñador (1980-81) tuvo trescientos quince capítulos, y Quiero gritar tu nombre (1981), ciento noventa y cinco. Más allá de la fama que les procuraron a los dos en el país, estas novelas se tradujeron en giras que llegaron hasta Estados Unidos. Cristina recordaba en una nota que le hicieron para el diario La Nación respecto de Trampa para un soñador, que “era época de militares y en la trama no podía haber ningún conflicto, así que los besos eran muy importantes. Era casi lo único que podíamos hacer”.
“Cuando el actor puede traspasar la cuarta pared, se supone que ese trabajo está logrado”, explica Cristina. “Pero no es solamente talento”.
“La imaginación en el actor es fundamental –sostiene Antonio–. Frente a una propuesta, un texto, un personaje, la imaginación empieza a funcionar cuando aparecen vivencias personales que se conectan con la historia. Salvo que haya que matar a alguien en escena, algo de la propia vida siempre se conecta con la historia a representar. Y se traduce en imágenes de lecturas, de películas, de obras de teatro.”
“Para mí, y es una teoría muy personal, ciertas obras te llegan para resolver algún problema personal”, afirma Cristina. “Por ejemplo, cuando me tocó hacer Casa Valentina, dirigida por José María Muscari, en la que mi personaje era el de una señora enamorada de un hombre que, cada tanto, se vestía de mujer, trabajé con el amor incondicional: hasta dónde ese amor permite sostener relaciones de ese tipo. Los personajes permiten bucear en lo personal para trasladar emociones al escenario y sublimar el resultado en la propia vida”.
Grimau aporta que su primera obra en el Teatro San Martín fue Romance de lobos, de Valle-Inclán, dirigido por Agustín Alezzo y con Alfredo Alcón como protagonista, en la temporada de 1970, mientras que el debut de Alberó en la institución fue en El casamiento de Laucha, que sobre el texto de Roberto J. Payró dirigiera Enrique Dawi en 1971, en el Teatro Alvear y con María Rosa Gallo, Roberto Carnaghi, Miguel Ligero y Javier Portales en el elenco.
“Me acuerdo que una vez me llamó Buddy Day, el empresario del Teatro Odeón, para trabajar con Nati Mistral, y le dije que no me importaba qué fuera a hacer, ni cuánto cobraría: sólo quería trabajar con ella. Porque cuando una trabaja con un gran intérprete es como asistir a una escuela completa. Y siempre me preocupé por trabajar con grandes actores”, recuerda Cristina.
Para Grimau, “la televisión me brindó la posibilidad de dominar el oficio en función de una forma determinada de actuar. Y frecuentar el teatro, incluidas las temporadas en Mar del Plata, con proyectos de tipo comercial, me dieron el oficio del escenario. Son disciplinas muy distintas, y en cada caso uno adquiere el oficio completo sobre la base de cada una de ellas. Nunca discriminé a un proyecto: ya sea una obra en un teatro prestigioso como el San Martín o una comedia en Mar del Plata, todo aporta si la experiencia está bien aprovechada”.
“Podría decir exactamente lo mismo –refuerza Cristina–. A pesar de que transité todos los escenarios de la calle Corrientes, que siempre fue mi calle, y mi barrio también, porque vivía en Uruguay y Corrientes, y aunque trabajé tanto con Darío Víttori, el gran creador de las temporadas de verano en Mar del Plata y Carlos Paz, siempre el sueño fue trabajar para el Teatro San Martín”.
“¡Qué gran satisfacción trabajar juntos otra vez! ¡Y para el San Martín!”, le dice de repente Grimau a Alberó. “Y fíjate vos en aquel muchacho que pasaba por la vereda del San Martín y alguna vez soñaba con trabajar en el mismo escenario que Alcón…”
“¡Qué grandes actores!”, reafirma Alberó. “Mire, yo vengo de familia de italianos y trabajé por toda la Argentina haciendo obras muy distintas. Y me enorgullece haber nacido en un país en el cual donde uno vaya hay un teatro. Teatros que levantaron a pulmón quienes vinieron a “hacerse la América” y que no tenían un mango. Nosotros tenemos que agradecer esa cultura y hacer todo lo posible para que no se pierda”.
Mientras un asistente trae la merienda a Cristina Alberó y los técnicos empiezan a preparar todo lo necesario para comenzar uno de los últimos ensayos previos al estreno, el cronista comparte con estos dos grandes actores que Eduardo Gondell, el director de La ternura, afirmaba su asombro por cómo ellos le transmitían sus recursos a Marcelo Mazzarello, Anita Martínez, Juan Cottet y Valentina Podio, al tiempo que ambos, a su vez, se dejaban influenciar por los recursos de las nuevas generaciones y diferentes escuelas de actores y actrices.
“La soledad en este trabajo no existe –aporta enfática Cristina–. Si se arma un buen equipo, y acá el Complejo Teatral de Buenos Aires lo armó en todo sentido, el espectador sin dudas notará el buen funcionamiento de la pieza. El espectador no se pierde nada”.
“Tengo la sensación, desde lo intelectual y desde la piel, que este será un espectáculo fantástico y que el público lo disfrutará enormemente”, afirma Antonio.
“Ahora estamos haciendo un clásico, mañana haremos otra cosa. ¡Una comedia musical!”, asegura Alberó.
“¡La comedia musical que nos debemos! Los dos cantamos”, recuerda Grimau.
“Que el señor diga que la primera persona que lo hizo cantar arriba de un escenario fue esta que está acá”, sonríe pícara Alberó.
“El señor dice que es cierto”, confiesa riendo Grimau.
Ahora empieza el ensayo, de repente Antonio y Cristina son un leñador y una reina, y cada uno le brinda un matiz distinto a su personaje respecto del ensayo anterior (“cada función es un círculo de energía que va desde el escenario hasta la platea, siempre de ida y vuelta, porque eso también es mantener vivo el teatro”, dijo Cristina antes de despedirse), la pregunta es cómo sobre el escenario de esta sala de butacas rojas, que parece nueva pero alberga mucha historia, Cristina y Antonio vuelven a encender aquella chispa que enamoró a tantos argentinos en las tardes de otros tiempos. La respuesta podría ser que, en este viejo cine de Mataderos, que proyectó los estrenos de Rolando Rivas, taxista y Amigos para la aventura, sus imágenes –como las de Los fantasmas del Roxy, aquella hermosa canción de Serrat– siempre estuvieron aquí.
+ info de La ternura