ENTREVISTA CON ALFREDO ARIAS

LA POESÍA QUE RESIDE EN EL VACÍO

El director de Happyland revela su visión sobre el teatro, la sociedad y la historia, además de reflexionar acerca del lugar de los hacedores cuando su tiempo se pone en movimiento.

Foto Carlos Furman

El director de Happyland revela su visión sobre el teatro, la sociedad y la historia, además de reflexionar acerca del lugar de los hacedores cuando su tiempo se pone en movimiento.

 

Alfredo Arias es un hombre gentil, cualidad en desuso o de escasa demostración por estos días. Esa gentileza la demuestra en la bonhomía que despliega al conversar, pero mucho más en la claridad de conceptos que expresa a la hora de examinar su profesión. Es quizás un lugar común decir que Alfredo Arias es un gran artista, un lugar que ocupa desde hace muchos años y del que escapa para dejarse engañar conscientemente por el artificio de la escena. Y para a su vez engañarnos con las mejores armas de las que dispone: esas fantasmagorías que monta sobre el escenario sobre épocas lejanas o sobre las que nos tocó vivir. Conversamos con él en vísperas del estreno de Happyland, la pieza de Gonzalo Demaría sobre los días de Isabel Perón encarcelada en la Patagonia, y esta es su mirada sobre el tiempo cuando se desarrolla sobre el escenario, y sobre ese tiempo esquivo que se oculta en las crónicas históricas. 

–En sus piezas, entre tantas cosas, objetiva la subjetividad del recuerdo. ¿La memoria es su materia prima a la hora de diseñar un espectáculo?
–En gran parte sí. Es decir, sin memoria sería muy complicado trabajar porque tendríamos que inventar todo de cero, no tendríamos esos recursos que surgen de lo vivido. La cuestión sería pensar en qué porcentaje la memoria es predominante, si es la materia del espectáculo o si participa de él. Son dos maneras diferentes de encarar el tema de la memoria, ¿no? Si es un espectáculo que necesariamente está apoyado en la memoria, o si es un espectáculo en el cual la memoria participa y anima desde lo contemporáneo ciertos aspectos de la escritura. 

–Cuando uno compara la ficha técnica de sus espectáculos nota que se rodea de nombres familiares. ¿Qué debe tener un artista para colaborar o participar de sus creaciones?
–Creo que el problema fundamental es si uno comparte la cultura con otra persona. No necesariamente la cultura teatral, pero sí la cultura en general. Por ejemplo, que cuando uno está en diálogo con un actor, con un escenógrafo, con un vestuarista, con quién sea, es fundamentar que el diálogo remita a imágenes comunes y compartidas. Es muy difícil cuando hay que explicar de cero a alguien cuál es el deseo de uno o cuál es la perspectiva en la cual está trabajando. Hay una parte del trabajo que lógicamente se construye con diálogo, con palabras, y otra que se construye compartiendo, que va más allá de la forma de trabajar que cada uno tenga. Eso es lo que a mí más me concierne. Si voy a encontrar eco en la persona que tengo enfrente, el eco se debe corresponder con mi deseo de cultura, de conocimiento, de placer, en el arte o en la vida. 

–¿Es muy diferente el nivel cultural de los artistas argentinos comparado con el de los artistas europeos?
–No lo puedo estimar porque a la gente a la cual me acerco se corresponde de alguna manera con mi sensibilidad. Si esto falla, entonces fue una mala intuición que uno tuvo en llamar a tal o cual artista. Y como yo tengo raíces argentinas, lógicamente hay una comunicación diferente con el artista argentino, porque el campo de compartir es mucho más amplio. Los europeos han nacido en otra cuna, han crecido viendo y percibiendo otros códigos. Sin embargo, luego todo se resume en un autor, en una escritura, en un proyecto, y entonces las diferencias de raíces se pueden conciliar.

–Al pensar en Deshonrada, Cinelandia o la presente Happyland, la pregunta sería si los artistas contribuyen al dictado de nuestra historia. ¿El marco histórico condiciona al espectáculo? 
–Los artistas trazan su perspectiva de análisis y responden a los acontecimientos de la historia. Pienso que los artistas construyen una narración, un relato. Pienso que los grandes cambios y movimientos artísticos están siempre precedidos por un acontecimiento histórico importante. La sociedad se mueve y crea en ese momento un lenguaje artístico que le renueva la visión. Yo no sé si los artistas, ellos solos, pueden hacer historia. Creo que pueden hacer historia como consecuencia de la historia, pero no por sí mismos. Porque nosotros, de alguna manera, estamos todo el tiempo comentando la historia. Aunque lo hagamos de forma absolutamente fantástica o totalmente desconectada de una realidad aparente, siempre estamos comentando el acontecer que vivimos o que nos toca vivir.

–¿El marco histórico puede constituirse en espectáculo per se?
–El marco histórico que uno elige siempre será interesante, pero yo no me considero un historiador. A mí lo que me interesa es lo que percibo de la historia, como si la historia fuera algo épico en sus logros o en sus catástrofes, y me parece que ese carácter épico merece entrar en la escena porque tendrá muchos ecos. Después, el trabajo más preciso de historiador no es mi trabajo. Las obras que escribo, las escribo a partir de intuiciones históricas, porque no me atengo a un testimonio documental determinado. Prefiero poder volar con mis propias alas. Pero sí pienso que los acontecimientos de la historia son muy estimulantes para el teatro.

–¿Por qué surge Happyland hoy? ¿Cómo es y cómo fue su relación con el tema que trata la obra? 
–Tuve una suerte de continuidad con el peronismo, desde siempre. Primero, como ya lo he contado, fui un niño peronista en una familia de radicales. Después, porque creé hace cincuenta años la Eva Perón de Copi, una coincidencia histórica porque Copi había escrito la obra, me la propuso, y esa obra marcó una cantidad de cosas posteriores. Por ejemplo, se puede hablar de manera épica sobre un personaje sin tratarlo bien o mal, porque a esos personajes se los pone en el pedestal que les ofrece el teatro, cuyo carácter iconográfico de memoria y de pensamiento es enorme. El hecho de ponerlos sobre el escenario es darles un eco importantísimo. Más tarde seguimos este contacto con el peronismo a través de Tatuaje, que era la historia de Miguel de Molina y su asilo político en tiempos de Eva Perón. Y lo continuamos con Deshonrada y con la película sobre Fanny Navarro que acabo de filmar, Fanny camina. Y ahora Gonzalo Demaría me propuso hacer esta obra, y me pareció que estaba en la perfecta continuidad del comentario. No pretendo dar ninguna solución, pero es tan extraordinario el vacío político que encarnó Isabel Perón, la ausencia total de capacidad para ejercer el poder, y al mismo tiempo ser una persona que flota, que transita, que atraviesa el poder, que me pareció muy interesante hablar sobre el tema. Porque es un personaje que se esconde, que nadie quiere reconocer, que se escabulle; un personaje a quien no se sabe muy bien qué lugar darle en la historia, y que de todas maneras ha ocupado un momento muy trágico. Así que son instrumentos que el teatro le puede dar al público para que reflexione, piense y pueda, sí, darse una idea de cómo fueron los acontecimientos. Los traté de manera no didascálica, hice un espectáculo fantasmagórico si se quiere sobre estos eventos, traté de llevarlos a una especie de paroxismo satírico que es mi visión. Creo que es fuerte. 

–Al ver sus trabajos, se percibe cada desplazamiento de los actores, de la luz, de la música, como si de montaje cinematográfico se tratara. ¿Qué creadores del cine influyeron en su trabajo?
–Son muchos porque  adoro el cine. Es una fuente de inspiración muy grande, que me acompaña constantemente. Diría que Buñuel y Hitchcock. Y después están también están John Huston, David Lynch, David Cronenberg (hay muchas cosas que me gustan de él, como Map to the stars), o realizadores más comprometidos con ciertas ideologías como Alain Guiraudie, el director de Rester vertical, un film que me marcó muchísimo. Claro que también tengo en mi cabeza el Teorema de Pasolini. Para mí el cine es un momento de encuentro conmigo mismo muy intenso.

 –¿Las nuevas tecnologías (sobre todo aquello que responde al universo digital) son indispensables al momento de crear ficciones teatrales? Para su trabajo en particular, ¿son recursos necesarios?
–El teatro lo que tiene de fascinante es que es un arte pobre. Me parece que su poesía reside en el vacío del espacio. No sé. Todo se puede hacer. Me parece tonto decir que no sirve, porque también lo que resulta intrigante es pensar en cuál será la utilización de la cultura digital que ya nace con los niños; hoy después de darle un biberón, a un niño le dan una pantalla. Esto, necesariamente, generará otra visión del teatro. Siendo sinceros no creo que modifique mucho poner una pantalla más, una pantalla menos. Son ilusiones de diferente tipo. Para eso está el cine; el teatro tiene su lado terriblemente estático y terriblemente móvil. El imaginario en el teatro va a una velocidad mayor que en el cine, porque en el teatro no hay nada, la fuerza de la indicación es la que le permite a una persona entrar al texto. Pero veremos. Hay que esperar y ver. Ver si la tecnología es capaz de modificar los parámetros del teatro, aunque, personalmente, todavía creo en su precariedad poética.

–¿Es posible un Di Tella, aquí o en el mundo, en esta época de cierta indolencia cultural?
–Es un problema que he tenido que analizar porque me lo preguntaron muchas veces. A mí me tocó participar de ese movimiento. Fue un momento histórico, un momento en el cual se enfrentaron el deseo de un mecenas, el deseo de unos artistas, y en el medio dos pensadores –Jorge Romero Brest y Samuel Paz– que hicieron transitar estos deseos. Creo que es muy difícil pedir que se produzcan otra vez eventos de esa naturaleza porque se necesita la construcción lenta, silenciosa y sorpresiva de la historia, que hace uno encarne y que uno esté. Yo tuve la suerte de estar en ciertos momentos históricos. Cuando me interrogan sobre el Di Tella digo que más que un acontecimiento artístico fue un acontecimiento social. El Di Tella fue un grupo de gente, de artistas, que interrogaron a la sociedad de una cierta manera, y como respuesta la sociedad se interesa en eso, y ese interés constituyó hasta un problema político y policial. Quizás en ciertos momentos históricos hay un pensamiento y una necesidad de decir algo con un carácter, entre comillas, revolucionario.

 

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