LOS DÍAS DE ISABEL PERÓN EN CAUTIVERIO

MUJER AL BORDE DE UN ATAQUE DE NERVIOS

Esta nota del periodista Marcelo Larraquy reconstruye los días de Isabel Perón detenida en el sur de la Argentina, el escenario imaginado para Happyland, la pieza de Gonzalo Demaría y Alfredo Arias que se estrena en la Sala Casacuberta. 

Por Marcelo Larraquy

Un avión Fokker la condujo al sur en el frío de la madrugada. La acompañaban su mucama y dos caniches. Isabel Perón comenzaba sus horas como prisionera política de la dictadura militar. Llegó a la residencia presidencial de El Messidor de Neuquén al clarear la mañana. Quedó incomunicada. Sin teléfono, sin revistas. Rezaba rosarios a todos los santos. Tenía 45 años.
Hacía apenas veinte años que había conocido a Juan Domingo Perón en una playa de Panamá. Nunca hubiera imaginado que, a partir de ese encuentro, llegaría a ser presidente de los argentinos y, mucho menos, que su incursión en la vida política terminaría así, detenida, prisionera de un grupo de militares que usurparon el Estado.
La Justicia comenzó a demandarla a los pocos días de reclusión. Las audiencias se realizaban en el comedor. En una de ellas, indagada por el juez Tulio García Moritán, Isabel subió corriendo a su habitación y se tiró a llorar a la cama.
La acusaban por el destino de los cheques de la fundación benéfica “Cruzada de la Solidaridad”, que ella presidía. Isabel deslindó responsabilidades. Dijo que José López Rega, como presidente de la Fundación, el funcionario del Ministerio de Bienestar Social Carlos Villone o el gerente Santiago Cousido, le traían los cheques y, dado la confianza que les tenía y ante la certeza de que las decisiones habían sido aprobadas por el Consejo de Administración de la “Cruzada de la Solidaridad”, ella los firmaba. Pero era ajena a todos los trámites y papeles.
El cheque que más la comprometía era uno de 9 millones de dólares, producto de donaciones de distintos empresarios, que se había depositado en su cuenta personal del Banco Santander. Isabel dijo que de ese tema no sabía nada.
A menos de dos meses del golpe militar, el juez García Moritán la procesó.
Las visitas judiciales continuarían. El 1° de mayo llegó a El Messidor el fiscal general Conrado Sadi Massüe por la investigación del destino de los fondos reservados. Isabel argumentó que podía disponer de ellos y que no debía revelar en qué los usaba, precisamente porque eran “reservados”, y eso alcanzaba para justificar las joyas que había comprado en “Ricciardi” para las esposas de los comandantes militares que luego la derrocarían o el departamento que adquirió para su secretaria Dolores Ayerbe, “que lo necesitaba”, según indicó en la declaración judicial.
Isabel se sentía asfixiada por los funcionarios judiciales que la indagaban en su reclusión. Solía pasar las horas de su cautiverio encendiendo velas, rezando oraciones en su habitación y por las tardes recogía su pelo bajo una boina verde oliva y salía a pasear por Villa La Angostura, junto con su mucama Rosario, tirando flores al lago como un acto de fe, bajo estricta vigilancia militar.
Pero no soportaba el momento que vivía.
A los pocos meses de su cautiverio, el almirante Eduardo Massera –que tenía responsabilidad sobre la vida de miles de detenidos ilegales secuestrados en la ESMA–, decidió tomar el control de la detención de Isabel y la alojó en el Arsenal Naval de Azul, en la provincia de Buenos Aires.
Fue en esa dependencia en la que Isabel intentó suicidarse.
La ex presidente continuaba al cuidado de su mucama española Rosario Álvarez Espinosa y los caniches, que marcaban una presencia constante en la vida de las dos mujeres. Incluso en una oportunidad uno de ellos se perdió en la Base y todos los oficiales salieron en su búsqueda.
Cautiva en Azul, Isabel dedicaba las mañanas a trabajos de jardinería, con una pala y una tijera, o también se ocupaba de pintar las sillas, alguna mesa, o puerta que veía en mal estado. Por las tardes solía pasar la biblioteca para dedicarse a la encuadernación, o tejía pulóveres y bufandas. También escribía poesías de tono espiritual y se entretenía con las novelas de Morris West. Se complacía con la apariencia de esa vida serena. Al poco tiempo el jardín floreció.
Sin embargo, la paz aparente de la vida cotidiana se deshizo cuando el 14 de junio de 1977 llegó una citación judicial. Le anticipaban que al día siguiente sería indagada. La citación afectó a Isabel, porque entendía que la justicia jamás volvería a molestara. Esa tarde lloró. Estaba muy nerviosa. Le pidió a Rosario, su mucama, que le llevara el rosario de oro, el mismo que le había dado el Papa Pío XII a Evita, y le pidió que se fuera, que la dejara sola.
La mucama la encontraría al rato en el salón de la casa donde vivían, en la base naval. Tenía entre sus manos temblorosas el rosario. Isabel acababa de tragarse un frasco entero de Valium 10 mg. La mujer alertó a la guardia de urgencia: los médicos le hicieron un lavaje a Isabel y le salvaron la vida.
Los días que siguieron trataron de que volviera a la calma. Pero los llamados a indagatorias judiciales le provocaban constantes crisis de nervios, atacaban el aparato intestinal y le irritaban el colón. También su columna vertebral le provocaba dolores. Los médicos le recomendaron tratamientos kinesiológicos.
El día que cumplió 52 años, el 4 de febrero de 1981, el juez Martín Anzoátegui la sobreseyó por la causa de “fondos reservados”. Con esta resolución, Anzoátegui revertía el fallo del juez Sarmiento, quien decía haber encontrado “indicios vehementes” que probarían que Isabel enviaba dinero de “fondos reservados” a sus cuentas personales. El magistrado entendió que al tratarse de “fondos reservados”, Isabel no tenía que rendir cuentas de su destino.
Sin embargo, a esas alturas todavía le quedaba por cumplir la condena por la causa de la “Cruzada de la Solidaridad”. En ese expediente pesaba la acusación de haber transferido nueve millones de dólares a su cuenta del Banco Santander.
Seis meses después, en julio de 1981, cuando cumplió dos terceras partes de la condena de siete años y medio –la Cámara le redujo seis meses a último momento–, Isabel quedó en libertad luego de cinco años de prisión.
Apenas pudo viajó a Madrid y se desligó de la mucama que la había acompañado durante 21 años –incluso en sus años de prisión en la dictadura– y se recluyó en la capital española. El criminal de guerra Milo de Bogetich se convirtió en su asistente y mayordomo. De algún modo, Bogetich reemplazó a López Rega en sus tareas de 25 años atrás, cuando lo había llevado Madrid y lo había hospedado en su residencia de Puerta de Hierro, junto a Perón.
Ahora, en 1981, Isabel no quería saber nada de López Rega. Sentía que toda la pesadilla que había vivido en su gobierno había sido ocasionada por su ex secretario. Se preocupó por recobrar un anillo de diamantes, el dinero atesorado en un banco suizo, a nombre de los dos, y también por recuperar los fondos –originalmente eran 8.4 millones de dólares– que Perón había recibido en concepto de restitución de bienes. Fueron las misiones que Isabel encargó a sus apoderados Julio Arriola, Ricardo Fabbris y “Cacho” Bustos apenas fue liberada.
Isabel volvería a la Argentina en diciembre de 1983, para participar de los festejos de la asunción de Raúl Alfonsín. La nobleza de su gesto sería compensada por el presidente radical con un decreto presidencial –el decreto 1301–, fundado en la intención de “lograr la unión de todos los argentinos”.  Mediante el decreto, el Estado desistía del cobro de nueve millones de dólares que Isabel Perón había sido obligada a restituir por la condena civil de la causa de la Cruzada de la Solidaridad, en la que se había apropiado fondos públicos de una recaudación solidaria y derivados a una cuenta personal.
Una semana después de sancionada la “Ley de Reparación Histórica”, en 1984, Isabel regresó al país, y como presidenta del PJ firmó el “Acta de Coincidencias”, una versión local de “El Pacto de La Moncloa” español, para estabilizar el proceso de transición democrática. 
El acuerdo incluía la promesa del juez José Nicasio Dibur de no convocarla como testigo en la causa de la Triple A. Se presumía que la viuda de Perón podría dar alguna información al respecto, dado que la organización terrorista paraestatal había mostrado su esplendor durante su gobierno, y uno de sus jefes era su ex secretario, el ahora prófugo López Rega.
Los crímenes del Estado se investigarían desde el 24 de marzo de 1976 en adelante. Después de la firma del Acta, Isabel regresó a Madrid y jamás volvió a intervenir en la política argentina.

 

(*) Marcelo Larraquy es periodista e historiador. Ha estudiado en profundidad la historia argentina de las décadas del sesenta y setenta en libros como Fuimos soldados (Editorial Aguilar, 2006), Marcados a fuego. La violencia en la historia argentina (Editorial Aguilar, 2009) y De Perón a Montoneros (Marcados a fuego II) (Editorial Aguilar, 2010).

 

 

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